15°
sábado 27 de abril del 2024

Hay que saber caer

El viejo Desouza había convencido a la esposa después de una semana de explicaciones y promesas. La mujer no quería saber nada con prestar la casa y menos para una partida de dados.

-¿Qué va a pasar? Nos ganamos unos mangos y te llevo al cine y a Pedrín a comer pizza-decía el viejo. Insistió una semana, y nada.

-Mirá, si hasta me dijeron que yo me quede de campana para ver quienes entran- Al final le pidió tanto que la esposa aflojó y aceptó con una advertencia: Si me falta o me rompen algo te mato.

-¡Pero no, Olga! Son todos muchachos del barrio, buena gente. Les gusta jugar al pase inglés, nada más. Dejáme a mi y no te preocupes.

Cuando llegó el día, Desouza preparo la mesa del living comedor, corrió las sillas, porque le habían dicho que no hacían falta, y cambió una lamparita quemada de la araña. Ya estaba todo listo. Doña Olga se fue a lo de la hija para quedarse a dormir. Las partidas de Pase Inglés nunca se sabe a que hora terminan, le había dicho el Turco. Mejor, pensó el viejo, cuanto más dure, más ganamos. Antes de irse la mujer le dejó la ultima recomendación: –¡Que usen el baño del fondo, eh!

Desde las 10 y media de la noche empezaron a llegar los jugadores. A las 11 la partida se había armado y desde la vereda se escuchaban los dados rodando sobre el tapete, improvisado con un mantel, y los gritos de los apostadores, como en trance: ¡Pago a buena! ¡Esta te pido, güesito! ¿Qué haces? ¡ Tira el Gordo!

Entraba y salía gente todo el tiempo. Los que llegaban tarde y los que habían perdido todo. ¿Cómo iba a pensar el viejo Desouza que estos dos pibes simpáticos que le preguntaron: ¿Cómo está la partida, Negro? eran policías.

-Está bárbara, pasen muchachos -contestó educado. Los tipos entraron y atrás los siguieron cinco más que estaban a la vuelta de la esquina. Al ratito un camión grande (el antiguo «Cuartito Azul») también dobló y estacionó en la puerta. ¡Quietos todos, nadie se mueva!, gritó un cana grandote. El primero que escuchó fue el ruso Levy. Era el que más miedo le tenía a la policía. Empresario conocido, con vida pública y una familia numerosa que no le perdonaba sus dos únicos vicios: el cigarrillo y el juego, no podía ir preso, salir en el diario y que se entere todo el mundo de que aquel hombre serio, emprendedor y respetado, era un  jugador empedernido. Dio un salto, pasó por la ventana y subió al techo de la cocina, se acostó en las chapas y quedó inmóvil, escondido. El petiso Faraht corrió a la pieza  y se metió, vestido cómo estaba, en la cama matrimonial, se tapó y simuló dormir. Un pensamiento lo atormentaba. Era el bombonero del Cine Mendoza y al otro día había tres funciones. Si faltaba lo echaban.

Los demás quedaron todos detenidos. En la mesa de la cocina se instalaron los sumariantes, sacaron una maquinita portátil y empezaron el acta. Uno por uno pasaban y decían nombre, número de documento y ocupación. Fue en el momento que lo anotaban al loco Cura que sucedió lo inesperado. Las chapas cedieron y con un gran estruendo, el ruso Levy cayó acostado como estaba en el techo, sobre la mesa. La sorpresa confundió a todos y algunos aprovecharon para escapar por el pasillo de entrada. A los que quedaron los llevaron al  camión para trasladarlos a la jefatura y seguir el operativo. Al ruso le dolía todo, pero subió igual, resignado, y don Souza marchó preso por primera vez en su vida. Cuando ya estaban todos arriba del vehículo un policía entró a la pieza, lo destapó al petiso Faraht y le dijo: Vamos, gordo, subí que tenemos que dar una vuelta.

El Mamón Rampulla escuchaba esta  anécdota contada miles de veces y siempre decía lo mismo: ¡Hay que saber caer, viejo! Nunca entendimos si lo elogiaba al ruso o se elogiaba solo. El Mamón, así llamado por razones obvias, era un gran tomador de vino blanco, casi insaciable y un integrante destacado de la barra del Tula que seguía la campaña de Central todo el año. Viajaban haciendo equilibrio en los techos de los trenes y se movían como felinos para colarse a la cancha cuando se cerraban todas las puertas. Se contaba que el Mamón entró a la cancha de Chacarita trepando una columna. A mí nunca me extrañó porque lo había visto ganar todos los concursos de palo enjabonado que organizaba el club El Uruguayo, todas las fiestas patrias.

Era el más chico de la familia  Rampulla que en un partido jugado en Arroyito, mientras hacía equilibrio sobre el alto paredón de la popular de Regatas, envuelto en una bandera auriazul, cayó al vacío y aterrizó en el pasillo, entre la gente que llegaba. Se lo llevó una ambulancia y cuando empezó el partido ya nadie habló del asunto. Sólo nosotros, los del barrio, quedamos preocupados cuando el mellizo Bergamasco trajo la noticia a la otra tribuna, la que da al río, y vimos el triunfo de Central contra Banfield, casi en silencio.

Pasaron los días y una tarde apareció en el café el Mamón, con una pequeña renguera y una venda en la cabeza, sonriente, como si no hubiera pasado nada. Se amontonaron todos alrededor, sorprendidos, contentos y cuando le gritaron: ¡Te salvaste, Mamón¡, el hermano José que lo acompañaba, contestó: Y… ¡hay que saber caer!

José era mayor y muy querido en el barrio. Había nacido para hacer reír. Con su aspecto, su forma de caminar, de vestir y su humor permanente, era relacionado por todos con la figura máxima de aquellos tiempos: Cantinflas. Había creado un silbido que usaba para llamar la atención o anunciar su llegada. Desde lejos se escuchaba el fuioiiii y se sabía que venía, con sus pantalones caídos, su mirada brillante y su cara divertida. Cuando para las fiestas navideñas en el Club Libertad repartieron juguetes para los pibes, disfrazaron a un integrante de la comisión, don Enrique Maya, de Papá Noel. El hombre medía un metro noventa y cinco, era flaco y tenía una prominente nariz que lo identificaba. Mientras el supuesto Santa Claus tiraba los regalos desde el escenario se escuchó desde el medio de la pista, primero el silbido y después  la voz de Rampulla: Fuioiiii ¿adivinen quien es Papá Noel?

José se divertía en carnaval como casi todos, con lo poco que teníamos. Todos los años usaba el mismo disfraz. Con una bolsa de arpillera como taparrabos, todo el cuerpo pintado de negro y una pluma de ganso en la cabeza, se convertía en el indio más cómico de las tres noches de mayor alegría del año. Eran bailes, risas, juegos con agua y amores escondidos en algún zaguán, con aroma a pomada para lustrar zapatos. José Rampulla era pobre. Su trabajo de peón de taxi apenas le alcanzaba para subsistir. Pero fue, quizás, el hombre más feliz que conocí. Siempre contento, contagiando optimismo, inventando situaciones y disfrutando la vida.

Para la despedida nos tenía preparado un golpe sorpresa, un final impensado, casi de radioteatro. Lo velaron en la casa, cómo era la costumbre de entonces, y el servicio fue el provisto por la Municipalidad. No hubo llantos. Se repetían anécdotas y frases, casi como un homenaje a tantas risas. Cuando llegó la hora, la barra se hizo cargo de llevarlo, a mano, primero por el pasillo, para después avanzar unos metros por la cortada, hasta el auto. Entonces sucedió. En la vereda el cajón se desfondó y José cayó al piso. La situación desconcertó a todos y, por un instante, quedaron paralizados, en silencio. De a poco se fueron recuperando, ayudaron a los encargados de la funeraria que corrieron enseguida sorprendidos, y desde la vereda de enfrente se escuchó al Chiche Lutman que silbó como José: fuioiiii y dijo: ¡Hay que saber caer!

Los barrios suelen ser grises. Al nuestro, su gente le puso todos los colores. ¿Como olvidarlos?. Fueron la chispa de la vida y gambeteando a la pobreza, lo iluminaron todo.