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viernes 26 de abril del 2024

Recuerdos de Rosario y diálogos con mamá: el mensaje de Osvaldo Bazán en el Día para salir del clóset

El periodista publicó un conmovedor texto que invita a la reflexión y a viajar en el tiempo.

El 11 de octubre se celebra mundialmente el Día para salir del clóset, una jornada destinada a visibilizar y concientizar sobre los derechos de las personas LGBTIQ+. En ese marco, el periodista Osvaldo Bazán escribió una conmovedora columna en la que recuerda su pasado en Rosario, sus necesidades y tiempos subjetivos atravesados por los diálogos con su mamá, a quien le contó que era homosexual después de cumplir 30 años.

El texto, publicado en el sitio Infobae bajo el título El día que salí del clóset: recuerdos confusos, lágrimas y ensaladas de frutas, invita a un viaje por los ’90 y a una reflexión ineludible en un contexto internacional signado por las conquistas para el colectivo de la diversidad.

A continuación, la columna completa.

Después se nos confundieron los recuerdos. Ella decía que estaba pelando duraznos para la ensalada de frutas; yo recuerdo que eran cebollas. Lo cierto es que alguien lloraba. Será por eso que pensé en cebollas. Alguien a quien llamaremos Nico por la gracia de la literatura, me había abandonado después de seis años de una convivencia que –supuse- era eterna. Se fue. Habíamos pasado ese tiempo en un departamentito de la calle España en Rosario. Mi vieja vivía en el pueblo, en Salto Grande, a 40 kilómetros de Rosario y venía habitualmente a visitarme.

Cuando Nico llegó a vivir al departamento, mi vieja tardó nada en preguntar: “Este chico, ¿dónde duerme, si hay una sola cama?”. A la semana siguiente cayó con una almohada de dos plazas (yo tenía una de una sola, en la cama grande). No dijo nada más. En esos seis años no se habló del elefante en el departamento de calle España. Era un tema que no era tema. Nico podía aparecer por el pueblo pero era un amigo. Eso, un tranquilizador “amigo”. Comenzaban los ’90 en Rosario, época en que Clinton instauró en las Fuerzas Armadas Estadounidenses la política del Don’t ask, don’t tell y todos felices. No preguntes lo que te morís por preguntar, no contestes lo que no podés no contestar.

Así funcionaba.

Todos sabían que todos sabían pero nadie estaba dispuesto a aceptar que todos sabían que todos sabían. El elefante correteaba a sus anchas por el departamento de dos ambientes.

Pero un día Nico se fue. ¿Te dejaron alguna vez? Cuando te dejan, te dejan. Eso los vuelve sordos, mudos, imprescindibles, inalcanzables. Cuando te dejan te matan. Pero hacen de cuenta que no les importa, que no lo saben. A lo mejor es cierto que no les importa. Pero sí, lo saben. Cuando te dejan no importa si te dejó un hombre, una mujer, un delfín, una mojarrita. Te dejaron y el mundo se reduce a eso. A que “ya no se encantarán mis ojos en tus ojos, ya no se endulzará junto a tí mi dolor”.

Encerrado en tu ombligo como estás en esa circunstancia, tan a flor de piel, tan centro del mundo, tan destruido en cada célula, tan quebrado por el eje, volví al pueblo y mientras mi vieja pelaba duraznos o cortaba cebollas -el orden de los vegetales no cambia el resultado- me preguntó, al verme tan piltrafa: “Ese chico que estaba con vos, Nico, ya no está más en tu casa, ¿qué pasó? ¿No son más amigos? ¿O no eran amigos…eran como dicen ahora ‘pareja’?».

Mi vieja desafiaba a Clinton y she asked me. Venció cualquier prejuicio que pudiera tener como señora de casi 80 de un pueblo del interior, con escuela primera incompleta y preguntó lo que no se podía preguntar. Mucho tiempo después entendí que fue el amor, el enorme amor que supo tejer a lo largo de los años lo que la empujó. “¿Eran, como dicen ahora, ‘pareja’?”, preguntó sin dejar de mirar fijamente el durazno (o la cebolla). Y yo, con más de 30 años, sabiendo que estaba haciendo de mi vida lo que quería hacer, habiendo tomado decisiones personales y profesionales difíciles, superando obstáculos y logrando objetivos que parecían inalcanzables, acurrucado en ese amor de pueblo, dispuesto a ser sincero por una vez en la vida con respecto a mi intimidad dije lo que jamás hubiera imaginado decir, lo que no esperaba, lo que no sentía: “Vieja, ¿pareja?, ¿cómo se te ocurre?, ¿de dónde sacaste esa locura?”

Eso le dije.

Tenía 34 años y no le podía decir a mi mamá, que era obvio que ya sabía todo, una verdad tan simple y contundente. Estaba llorando porque ya no éramos pareja después de seis años y no podía decirle a ella que sí, que habíamos sido pareja.

Mucho tiempo después, frente a ningún pelotón de fusilamiento, recordé ese momento y me puse a pensar qué me pasó. ¿Por qué no pude? ¿Qué cosa funcionó en mí para no poder decir lo obvio? Primero, indulgente, barrunté que era para protegerla: ¿para qué le voy a tirar este problema, encima que no terminó con la ensalada de frutas o con la cebolla o con lo que sea?

Quizás esto se me ocurrió porque una de las cosas que aprende cualquier diverso sexual desde su más tierna infancia es que muchas veces te tenés que convertir en padre de tus padres. Que tenés que explicarle a ellos cómo es el mundo en el que estás viviendo cuando hasta biológicamente se supone que es al revés. Que los tenés que cuidar porque lo que tenés para decirles puede derribar su vida. Siguiendo esa lógica, le dije eso de que “¿cómo se te ocurre?”.

Me duró unos minutos que fueron siglos mientras ella seguía sin mirarme, concentrada en su tarea. Y entonces le dije “sí, ma, éramos pareja”. Ella me dijo que no lo esperaba y después reconoció que sí. Y entonces, en uno de esos momentos mágicos que la vida nos regala, me dijo una frase que años más tarde usé en la comedia musical. Me dijo: “¿Y no te parece que te puede llegar a gustar una chica, una chica buena, así, aunque tenga el pelo muy cortito?”. Lo dijo casi con una lágrima cayendo sobre el duraznocebolla.

Mucho tiempo después, cuando el musical Y un día Nico se fue ya había recorrido el país, cada vez que llegaba esa parte de la obra y mi vieja estaba entre el público, codeaba a quien tuviera al lado y decía “Eso lo dije yo”. Y reía con la audiencia.

Salir del clóset es un acto personalísimo y extraño. Salís de un lugar al que no entraste, que no elegiste y que, contrariamente a lo que podría pensarse, no te protege. En el clóset sos blanco de chantajes, de habladurías. Sos un hipócrita por default.

Salir del clóset es un gran acto de afirmación de identidad. Sos esto, no sos el problema. El problema son los demás.

Pero también salir del clóset no es un acto único. Salís del clóset con tus padres. Y con tus hermanos. Y tus parientes más cercanos. Y los más lejanos. Y los amigos. Y los compañeros de trabajo. Y los del club. Y los de cada círculo. Y es cada vez. Y cada vez que tenés un nuevo trabajo. Y cada vez que conocés a alguien. Y cada vez que te subís a un taxi y el tachero no deconstruíde (el tachero, bah) te dice compinche “¡mirá ese culo, mamita!”.

Es desgastante.

Pero es imprescindible. Por suerte los tiempos han cambiado mucho. Hoy no es tan traumático como era hace 5, 10, 20 años atrás. Pero en muchos lados sigue siendo un tema.