Por Andrés Cánepa
Tal vez veíamos lejana la posibilidad de vivir como lo hacía Truman en la película protagonizada por Jim Carrey. Inclusive, la idea arquitectónica de Jeremy Bentham de un panóptico para poder observarlo todo dentro de un penal, luego desarrollada por Michelle Foucault para teorizar sobre el sistema represivo y de control del Estado, la sentíamos lejana en el tiempo. Pero la pandemia del COVID-19 aceleró los procesos en los que ya estábamos inmersos como sociedad y nos debemos un debate profundo.
Etimológicamente, la palabra panóptico se desprende de los términos griegos pan, que significa todo y opsis, ver o vista. «Verlo todo», es el concepto que subyace a la ambiciosa teoría de Bentham, que se materializó en la construcción de cárceles en el siglo XVII con una torre de control central, a través de la cual los vigiladores podían observar cada movimiento de los internos y ejercer un disciplinamiento sobre sus cuerpos, sin ser vistos por ellos, recluidos en sus celdas.
Desde que los dispositivos tecnológicos empezaron a desarrollarse exponencialmente, la legislación ha ido detrás de los avances digitales y hay vacíos legales en la línea divisoria entre la intimidad y las actividades públicas. Hoy, un celular es una “tobillera electrónica” pero aceptada por todos los ciudadanos. Cada aplicación que descargamos nos solicita permisos que aceptamos sin leer y acceden a nuestro micrófono y nuestra ubicación del dispositivo.
Inclusive, Google a través del sistema operativo Android, parte de esa gran empresa mundial, puede rastrear nuestro aparato y lo identifica a través del IMEI, un numerito que viene a ser una especie de una chapa patente de un auto, pero de cada dispositivo electrónico. Cada vez más nos pasa de hablar con alguien por Whatsapp de ropa y que, por añadidura, nos lluevan publicidades de pilcha en las distintas redes sociales. Y hasta sucede que después de hablar con un amigo en un bar de la necesidad de viajar, con nuestra voz y no a través del celu, aparezca una catarata de promociones de viajes en nuestro smartphone.
Hoy, como si todo esto fuera poco, los municipios han dispuesto la colocación de cámaras de control por todas las calles de la ciudad. Ya no caminamos solos, ni paseamos sin que nadie nos vea. Como en aquel The Truman Show, protagonizado por Jim Carrey, nos ven todo el tiempo. La pregunta es: ¿Quién nos cuida de los que supuestamente nos cuidan? No podemos ser tan inocentes de pensar que hay detrás de todos estos sistemas una herramienta de oro para el control de la ciudadanía, no solo para el cumplimiento de las normas, sino también para influenciar sobre gustos mercantiles, políticos y de ocio.
Ahora, desde que llegó el COVID-19, los Estados han desarrollado aplicaciones de seguimiento del coronavirus. Te obligan a bajarla en tu celular para que periódicamente informes sobre tus síntomas y así poder determinar con quiénes estuviste, dónde estuviste y qué actividades realizaste. Inclusive, acceden a tu ubicación vía GPS y no sabemos qué más. ¿Alguien puede asegurarnos de que todo ese potencial se va a utilizar sólo para fines benéficos? No, menos teniendo en cuenta los antecedentes que conocemos del Estado en nuestro país.
El Big Data, una especie de sistema de control de toda la información que pueda circular en la red, con cruzamiento de datos constante y retroalimentada involuntariamente por la misma ciudadanía a la hora de pertenecer a las distintas redes sociales, ha sido una herramienta con un potencial que aún no conocemos. Y es sabido que tener el usufructo de esos datos nos da una ventaja en el mercado, en la política y en el control de los pueblos en su totalidad.
El encierro ha promovido el avance más rápido de lo esperado del uso de aplicaciones de videollamadas para reuniones no presenciales, la compra on line desde casa, y un montón de herramientas que venían subiendo por las escaleras y de repente se cambiaron al ascensor. Las precauciones del caso las toman solo algunas personas, pero la gran mayoría confía ciegamente en Zoom, por ejemplo, que se utilizaba por los hackers para la distribución de pornografía infantil.
Habrá que realizar un debate legislativo y como sociedad para, al menos, poner sobre la mesa una discusión que nos pasa por el costado y que decantó los procesos de globalización que vimos durante el siglo XX en el XXI. Por supuesto, sin quedar fuera del desarrollo, establecer los límites éticos y legales para que esta invasión a la privacidad no se torne una nueva normalidad.
No se trata de una teoría conspirativa, el panóptico de Foucault, tomado de la idea inicial del filósofo Bentham, es una realidad con tecnologías que ni el mismo francés imaginaba cuando escribía Vigilar y Castigar. Qué información tienen, quién la puede usar, cómo podemos evitarlo si no estamos de acuerdo, cuándo vamos a discutirlo, por qué nadie habla del tema. Dudas que todavía siguen abiertas.
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