Por doctor Marcelo Casal
La frase que popularizó Juan Domingo Perón decía que “la única verdad es la realidad”. Aclaro que popularizó y no que era suya para evitar que me recuerden que la autoría es de Aristóteles. O que antes que el ex presidente argentino también fue usada por Immanuel Kant. De todas maneras, a esta altura de la historia de la humanidad, habría que revisarla, mas aún en la Argentina de hoy donde poco importa qué paso, sino qué me conviene que haya pasado.
En poco tiempo vimos cómo en nuestro país han sucedido diferentes hechos conmocionantes, trágicos. Cada uno de ellos con una víctima fatal, una persona muerta. Sí, una persona. Más allá de cuál fuera su cargo, de su edad, de su filiación política, de su lugar de residencia, de sus ideas, de su posición económica. Que se trate de personas pareciera importarle a pocos. Por el contrario, desde diferentes sectores de la política se utilizaron estos sucesos para poner en práctica un concepto reciente: la posverdad.
Esta palabra que, hasta el año 2016 estaba fuera de los radares de los diccionarios y que finalmente fue incluida, se utilizó mucho para describir la campaña presidencial de Donald Trump y la campaña a favor de la salida del Reino Unido de la Unión Europea. Aunque algunos hablan de que ya en la década del 90 los ingleses habían comenzado a utilizar el término post-truth para referenciar a las mentiras emotivas. La posverdad se da cuando a los hechos objetivos y reales se les da menos valor o menos credibilidad que a los sentimientos y creencias de personas al momento de formular una opinión pública, sin importar si se distorsiona la realidad, pudiendo agregar a esto el uso malicioso de rumores e injurias. Lo peor es que la mentira empieza a tomar tono de verdad, adentrándose en la opinión pública, porque a diferentes sectores les conviene.
A quién de la política le interesa saber la verdad respecto de qué fue lo que sucedió con Maldonado, Nisman o Gutiérrez. Creo que a nadie, o por lo menos a muy pocos. Lo mismo pienso de los medios de comunicación. Acá solo se trata de construir una verdad que destruya al otro y me beneficie. No importan los datos objetivos, importan los intereses. En el medio (o en el centro) está la Justicia, que no escapa a la construcción de la posverdad, sino que le es funcional en relación a quién esté en el ejercicio del poder político en ese momento, dejando de lado la profesionalidad investigativa, la obtención de elementos objetivos de prueba, indispensables para llegar a la verdad y, fundamentalmente, para poder impartir justicia. Esto me hace pensar que en muy poco tiempo, tal vez, se deba incluir en los diccionarios el término «posjusticia”, ya que el armado de las resoluciones o sentencias tiene más que ver con las conveniencias sectoriales que con la búsqueda de verdad y justicia.
Dicho todo esto cabe preguntarnos cuál es el futuro de las instituciones en la era de la posverdad. ¿Podrán ellas salvarse y seguir siendo sostén de la república? ¿O, al igual que la verdad, serán moldeadas para alcanzar intereses sectoriales y no el bien común? Creo que las instituciones sin las personas que las componen son cáscaras vacías. Por ello nosotros no somos ajenos a lo que está pasando. Somos parte como testigos sordos y mudos, o como cómplices de una construcción que termina destruyendo no solo la realidad, sino también la verdad. En definitiva, parece que por ahora la única realidad es la posverdad.
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