En los barrios, las fiestas populares eran esperadas siempre con la misma ilusión y ansiedad.
Desde la primera bomba de estruendo, a las 8 de la mañana, un sentimiento de alegría y emoción nos despertaba a todos.
La Fiesta de la Patria era la celebración del pueblo. Sin distinciones, sin diferencias, todos festejaban.
Don Alejandro le ponía un penacho azul celeste y blanco al caballo y paseaba con el carro, orgulloso….
y era italiano.
Todos los clubes izaban la bandera con Aurora de fondo, que sonaba entre el ruido que hacía la púa del tocadiscos, que no se cambiaba desde hacía mucho.
A nosotros nos ponían la escarapela del lado izquierdo del pecho, y nos sentíamos como elegidos.
Éramos argentinitos de fiesta, con un pedacito de gloria cerca del corazón.
Sonaban Los Hermanos Ábalos y Los Chachaleros todo el día y a las 7 de la tarde, se bailaban el Pericón Nacional.
Lo habíamos visto en los ensayos pero con la ropa de gauchos y chinas, era otra cosa.
El bastonero gritaba la coreografía y cada cambio provocaba el aplauso.
Durante el día, la gente en la calle participaba de competencias tradicionales.
En el Palo Enjabonado nadie le ganaba al «Mamón» Rampulla.
En la Carrera de Embolsados ganaba cualquiera, lo mismo que en la carrera del Huevo y la Cuchara. La prueba de Marcha Atlética era para atletas federados, mientras que las simultáneas de ajedrez y las exhibiciones de billar de los artistas del taco y la tiza, nos llenaban de asombro.
En aquel país solidario, las reuniones se hacían en los clubes cuyos nombres parecen una declaración de principios.
Libertad, Amistad y Unión, El Luchador, Unión y Progreso, Ideal, Nueva Era y tantos otros, fueron fundados y sostenidos por hombres y mujeres que le robaban horas a su descanso, con una pasión invencible y los habían bautizado.
Muchos habían venido corridos por las guerras y la pobreza y trajeron con ellos sus culturas y sus ideales, que jamás olvidaron.
Aquí, laburando hicieron un país y dejaron su huella imborrable.
En el barrio los nombraban como los gringos, los gallegos, los polacos, los rusos, los turcos.
Todos convivían, tan integrados que en aquellas fiestas patrias, también ellos cantaban el himno nacional.
El arte de recordar tiene su costado doloroso.
Es imposible no comparar aquella comunidad de iguales, de soñadores, de ventanas abiertas, adonde todo se compartía, con este mundo de autoestima egoísta y cruel y a la vez tan cercano y hermoso, con descubrimientos milagrosos que hicieron que la vida se prolongara y en el que el amor y la belleza, parecen olvidados.
Julio Cortázar definió a la cultura como «El ejercicio profundo de la identidad»
Aquella identidad que festejaba profundamente la gente de mi infancia, parece haber cedido su lugar.
Hay otro modo de entender el mundo, otras creencias, otro sentido de la vida.
Y es natural, los recuerdos de infancia suelen ser traicioneros.
Encontré una escarapela de seda agarrada a un alfiler de gancho, guardada en una cajita, y creí que era la que regalaba la Fundación Evita.
Los viejos confundimos todo.
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