El anciano Catón, el censor, le pidió a sus jóvenes asistentes Alejandro y Domingo que lo acompañaran por el centro rosarino para tomar contacto con la ciudadanía, y hacia allí fueron, al corazón mismo del conglomerado humano. Primero tropezaron con una larga fila de doncellas casi niñas que presentaban rasgos de impúberes. Formaban una larga cola que, según le explicó Alejandro al anciano Tribuno, se encontraban gestionando su Asignación Universal por Hijo. Jóvenes madres que apenas habían alcanzado a traspasar la nubilidad, muchas de las cuales se dejaban embarazar simplemente para cobrar un subsidio por maternidad cuasi juvenil.
Catón reflexionó en voz alta “Adio con la pubertas” y Domingo le explicó al viejo Cónsul que la casi totalidad no tenían estudios finalizados y ninguna se encontraba dentro del mercado laboral en blanco. Catón pensó que querían cumplir con el adagio alberdiano de que “gobernar es poblar”, olvidando que, como había enseñado Sarmiento, “gobernar es educar”. Mientras las sociedades avanzadas trataban de racionalizar el aumento de la humanidad siguiendo la teoría malthusiana de que la población crece más que los alimentos, en cambio nosotros arrojabábamos niños al mundo como pavo y sin otro premio mas allá de un escaso subsidio.
Siguieron caminando y a medida que avanzaban, el centro parecía un verdadero hormiguero. Colas para tramitar el subsidio por jefe de familia o planes hogareños. Colas interminables de gente que quería jubilarse sin haber aportado nunca y colas aún mayores de quienes no solo no habían aportado nunca, sino que tampoco habían laborado a lo largo de toda su existencia. Mas allá, aparecían quienes a cambio de un par de choripanes y algunos mangos se anotaban para hacer piquetes en la 9 de julio porteña, viaje en bondi mediante. El subsidio subía unos pesos si aceptaban llevar un adoquín para arrojar al Congreso.
Seguía Catón tropezando con gente con pretensiones tan insólitas como que se les restituyera la Caja PAM que instauró el alfonsinismo y vituallas equivalentes. Otros se anotaban para cacerolazos en el Monumento a la Bandera, donde obtenían a cambio la módica propiedad de las cacerolas que se le facilitaban. Otros con pretensiones mas sofisticadas se ofrecían como trolls o militantes para insultar por Internet a diestra y siniestra en cuanta red social se pusiera a tiro.
¡Paremos, rogó el viejo magistrado romano! Había un nexo común entre todos los ciudadanos con los que se habían cruzado: nadie quiere trabajar. Todos buscan un curro o una aliviada. Fiel a su costumbre de arengar a la pueblada, se encaramó en uno de los banquitos de la Plaza Pringles hasta donde habían llegado y vociferó: “Manga de vagos, vayan a laburar. Un país no se construye con gente subsidiada sino con gente que trabaje. Si acostumbramos a nuestros jóvenes a gozar de las prebendas y aliviadas no serán mas que un ejército de mendicantes”. Pasaba por allí un aspirante a colocarse en la cola de los jefes de familia recontranumerosa y cuando escuchó la palabra “ejército” le espetó “Milico, sos de lo servicios”. Una núbil doncella que llevaba colgando dos pequeñas niñas de sus brazos le gritó: “Andá a lavarte esa túnica mugrienta de vieja conventillera”. Fue demasiado para Catón, quien avergonzado por la pulla de la plebe aceptó un alfajor de reconocida marca marplatense que le tendía Domingo y que también se vende en las siete colinas laziales de Roma con sucursal instalada en la zona de plaza Pringles .
En ese momento, cuando se disponía a hincarle el único diente que le quedaba al alfajor bañado en mousse de chocolate y dulce de leche, pasaba raudamente un aspirante al ómnibus de los piqueteros, munido de su correspondiente adoquin, haciendo sonar a todo volumen una melodía donde se escuchaba: “Vamo a ser feli, vamo a ser feli, felices los cuatro” . Inmediatamente se le fueron el hambre y las ganas de comer, devolvió el manjar marplatense y se fue a dormir otra jornada mas en ayunas.