La actividad clínica, a través del relato de los pacientes, me permite vislumbrar la dinámica de las relaciones sociales y sexo afectivas actuales, aún sin que me proponga investigarlas. Y en los últimos años vengo percibiendo algunas problemáticas recurrentes que se manifiestan como dos caras de una misma moneda, y que no pueden menos que pensarse en clave intergeneracional.
Las problemáticas emergen del establecimiento de “contactos”, y el encomillado es para poner énfasis en el término, ya que no se trata necesariamente de vínculos, lazos o relaciones, sino literalmente de “contactos” en la agenda del móvil. Contactos con los que no siempre se hace honor a la palabra. Según la RAE, «contacto» es la acción o efecto de tocarse (dos o más cosas), conexión entre dos partes (de un circuito eléctrico), enlace (persona que establece relaciones entre otras), relación o trato que se establece entre dos o más personas, etcétera.
Entre los contactos que se establecen a través de las redes sociales o aplicaciones móviles, muchas veces no se llega a la acción de tocar o tocarse (al modo en que Joan Manuel Serrat cantaba “Mírame y no me toques pero mírame”), y no siempre tener agendado un contacto implica alguna conexión entre las dos partes, y mucho menos un enlace o lazo establecido entre dos personas, básicamente porque esa relación o trato no se establece entre dos personas, sino que muchas veces es una vinculación dispar, asimétrica, incómodamente despareja entre dos seres que se “agendan” con expectativas muy diferentes entre sí que no suelen estar explicitadas de antemano por supuesto.
Los nuevos códigos del cortejo
Y aparece el fenómeno del que hablo, en el cual existe por una parte el acopiador compulsivo de contactos, que comanda los movimientos de oferta y demanda desde las respuestas a las publicaciones de Instagram principalmente o cualquier otra red, registrando los “me gusta” y ni hablar los comentarios o respuestas por privado, como señales virtuales de que han picado en la carnada y la tensión es suficiente para avanzar. Luego aparecen las interacciones de texto y emoticones varios, hasta llegar (si se resisten los primeros filtros) a la instancia más fluida de Whatsapp.
Allí comienza el fluido y paradójico juego de comunicación por Whatsapp. La paradoja mágica consiste en que son mensajes instantáneos en tiempo real, pero permite a su vez sostener una conversación atemporal, sin introducción ni despedidas, como un eterno cuerpo de mensaje que resiste a la tiranía del tiempo y a los límites de la distancia. Las dimensiones de tiempo y espacio como categorías ordenadoras de la realidad, quedan suspendidas… y en esa delgada línea entre lo real y lo virtual todo puede ocurrir… y a la vez nada. No hay contacto, no se toca, pero se construye intimidad, en tanto conocimiento y confianza.
Se despliegan así innumerables rituales de cortejo, como los buenos días por la mañana, o la pregunta de qué tal tu día a mitad de la jornada. Si el intercambio prospera se puede llegar al sexting, con envíos de contenido erótico que terminan de preparar a fuego lento el momento propicio para un encuentro.
Se produce el encuentro, mejor, peor, neutro, pero encuentro real al fin.
Y a partir de entonces es cuando surgen las problemáticas del día después. Porque se confrontan expectativas muy diversas. En algunos casos, sobre todo para los acopiadores de contacto (uso el género gramatical masculino porque es el genérico en nuestra lengua, y porque es el mayoritario estadísticamente en la casuística que registro), cae estrepitosamente el interés y las ganas de estar “en contacto”. Y por el otro lado, otro de los integrantes del encuentro (no importa el género) queda aun más entusiasmado/a en seguir “en contacto” virtual y real.
Y el quiebre se palpa, en el hastío de una parte y en la angustia de la otra. Durante el tiempo de cortejo virtual, intercambiaron muchísimos mensajes, pero ninguno explicitaba ni acordaba qué esperaban de ese encuentro, de ese contacto y del tiempo posterior.
De los reticentes a la sustentabilidad del vínculo, surgen recursos de lo más sutil como “clavar el visto”, hasta lo más cruel como “bloquear”. De los que esperan, emerge la frustración, el enojo, la culpa, personas que se preguntan una y otra vez “qué hice mal?” y no alcanzan a dimensionar que su único error fue relacionarse con expectativas tradicionales en un contexto de amor más que líquido.
El sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman en su libro «Amor líquido» (2005) nos habla de la fragilidad de las relaciones en los entornos virtuales, de la labilidad de los vínculos; pero en 2018 debemos pensar en una fluidez superior a la modernidad líquida, casi en la disolución etérea de las relaciones antes de que puedan siquiera nombrarse como tales.
Los Millennials, nacidos aproximadamente entre 1982 y 1994, que hoy tienen entre 24 y 36 años, son los más afectados, atrapados entre los modos tradicionales de relacionarse y seducir de la generación anterior (quienes hoy tenemos entre 33 y 54 años de edad), y los Nativos digitales que nadan a sus anchas en la inmediatez porque nacieron en ese contexto. Enredados en una virtualidad que a veces los devora, sólo pueden salir indemnes cuando intentan explicitar los términos del “contacto” con todas las letras desde el minuto uno, antes de terminar evaporándose dolorosamente de quien miró, tocó y eliminó.