Estos días nuestra sociedad está consternada ante las noticias respecto a los adolescentes víctima del abuso y la corrupción a manos de redes pederastas. Todos nos espantamos ante semejante vulneración de los derechos y libertades de esos adolescentes, cuyo consentimiento viciado, en términos legales, podemos comprender sin más esfuerzo que pensar en que a esas alturas de sus vidas no han completado su madurez psicosexual como para decidir si desean participar de tales encuentros sexuales, con desconocidos, adultos, que pagan por gozar de su inmadurez inocente y cegada por el apremio de la necesidad. Cuando digo inocente, muchos podrán creer que un joven de 16 años no lo es tanto en cuanto a temas sexuales, porque conocemos su lenguaje, su música, su comportamiento, porque sabemos que el inicio de las relaciones sexuales es más precoz ahora que en otras épocas. Pero nada de esto quita la ingenuidad de estos adolescentes que no pueden más que desconocer las consecuencias de estos actos potencialmente traumatogénicos (generadores de trauma) para sus vidas, y para su sexualidad adulta.
Lo que algunos autores denominan una vandalización del mapa de amor, que se produce justamente cuando un adulto interfiere en el desarrollo psicosexual de un ser humano, precipitándolo, adelantando vivencias, saberes, sensaciones, experiencias, y modificando de esa manera y para siempre su modo de configurar los vínculos sexo afectivos. En eso consiste el abuso. La variable del “consentimiento” es desestimable en todos los casos, porque cuando se trata de un menor de edad, ese consentimiento siempre estará viciado por la asimetría de poder que significa la experiencia del adulto por sobre la del niño, niña o adolescente, y en estos casos, doblemente agravados por el aprovechamiento de la necesidad y de la sed de progreso de estos jóvenes, y por la condición de autoridad de quienes se constituyen en guías, managers, entrenadores o como quiera que se le llame a la figura del adulto. Los acontecimientos asumen de esta manera casi la misma magnitud del abuso intrafamiliar.
Ahora bien, más allá de toda la estructura seguramente piramidal de perpetración de abusos y corrupción, yo no puedo menos que alertar respecto al grado de responsabilidad que les cabe a los discursos habilitantes del abuso en la infancia y adolescencia que circulan en nuestra sociedad.
En estos días me encontré revisando ávidamente mis archivos de texto, para rescatar una carta que en 2011 dirigí a un reconocido periodista de nuestra ciudad, conductor de un programa de radio de bastante audiencia, y de quien hasta la fecha no obtuve ninguna respuesta, por supuesto. Cuando redacté esa carta, yo era simplemente una profesional especialista en sexología, sin gran reconocimiento por fuera del ámbito académico, y mi voz no tuvo la suficiente fuerza para ser escuchada. Hoy, haré uso de este espacio que generosamente me brinda Rosario Nuestro para reivindicar la idea que intenté transmitir sin eco, y que considero crucial en la prevención y detección de abusos sexuales en la infancia y adolescencia. Para ello, transcribo textualmente mis expresiones de entonces, dirigidas a aquel periodista (reservo su nombre y el del Psicoanalista, ya que no es lo trascendente).
“La ética me conmina a escribirte. El día 13 de junio escuché en tu programa la opinión del Psicoanalista X, respeto su punto de vista, pero te solicito que como comunicador social me permitas disentir expresando por esta vía una opinión profesional diferente desde la perspectiva de la Sexología, a lo cual te agradecería que hagas una breve referencia en tu programa.
Los criterios de conciencia, consentimiento y disfrute no invalidan la circunstancia de abuso sexual. De hecho, es importante que tu audiencia sepa que en la mayor parte de los casos de abuso la persona es “convencida” o seducida por el abusador por lo cual otorga su consentimiento para lo que ocurre, vale decir, los abusos no suelen ser por la fuerza, pero el punto de debate es justamente, que un menor tiene menos recursos que un adulto para discernir, tomar conciencia, y decidir, respecto a participar en una relación sexual con un adulto, que sí está en condiciones de hacerlo.
En relación a disfrutar, es probable que haya algo (o mucho) del orden del placer, lo cual no significa que ese menor esté vivenciando una experiencia adecuada para su momento de maduración psicosexual. El psicoanalista incluso hacía referencia al caso de que se tratase de un niño de 5 años de edad. Reflexionando aún desde el sentido común, es fácil darse cuenta que con una estimulación adecuada y con recursos suficientes de manipulación psicológica, es cierto que hasta un niño de 5 años puede disfrutar y elegir una situación así, pero no es la que elegiría si no fuese inducida por un adulto desde una asimetría absoluta de poder, experiencia, madurez y conocimientos. Esto es lo que constituye verdaderamente el abuso, la precipitación anticipada a partir de la intervención de un adulto, de vivencias para las cuales el menor no está preparado psicosexualmente para experimentar, lo cual además de ser potencialmente traumatogénico, altera el delicado equilibrio de constitución subjetiva y construcción de los mapas de amor que orientaran la actividad no sólo sexual sino amorosa de esa persona a lo largo de toda su vida.
Los ejemplos que ofreció el profesional ayer para avalar la supuesta ausencia de patología eran, o bien de momentos socioculturales completamente diversos a los actuales, y en donde la sexualidad humana ni siquiera era objeto de estudio científico, o bien, ejemplos de parejas con pronunciadas diferencias de edad, pero en donde ambos integrantes eran adultos. Que quede claro que el problema aquí no es la diferencia de edad en sí misma, sino el hecho de que uno de los dos sea menor. El concepto legal de minoridad tiene un fundamento. El niño o púber no está en condiciones de decidir participar de una relación sexual con una persona adulta del mismo modo en que no está en condiciones de votar, de conducir un automóvil, o comprar y vender un inmueble, etcétera. Y esto no es caprichoso, está fundado en el conocimiento que hoy tenemos del desarrollo humano, la psicología, las relaciones humanas, y la sexualidad.
Desconozco cuál es entonces el concepto de abuso sexual para el Ps. X, y en verdad con todo respeto, no es mi intención confrontar con él.
Mi único deseo es ser fiel a la misión que me incumbe como Psicóloga, Sexóloga clínica y Especialista en Sexología Educativa, que es entre otras, la de prevenir el abuso sexual en la infancia. En este caso en particular, evitando que el seguramente amplio sector de la población que te escucha diariamente se confunda y deje pasar por alto, tomando como aceptable o “normal” cualquier situación en la que un menor sea víctima de abuso por parte de un adulto. Si una sola persona de tu audiencia previene, o detecta a tiempo y detiene una sola situación de abuso, esta carta valió la pena.
Estoy a tu disposición para lo que necesites en función de lograr estos objetivos hacia la comunidad. La implementación de la ley de Educación Sexual será responsabilidad del gobierno, pero cada uno de nosotros los adultos, humildemente y desde el lugar que podamos, somos ineludiblemente responsables de promocionar la salud psicosexual de nuestros niños y jóvenes. Gracias por tu atención, cordialmente”
Envié la carta al e-mail del programa, llamé por teléfono a la producción y les pedí que el periodista la lea, pero lamentablemente nunca hubo respuesta ni aclaraciones al aire respecto a las aberrantes declaraciones que otro profesional psicólogo había vertido, avalando circunstancias claramente abusivas, justificándolas con el consentimiento de la víctima, con ciertos registros de disfrute, con la indeterminación del Deseo y con ejemplos poco pertinentes. Es preciso entender que detrás de estos discursos subyacen las bases que socialmente habilitan a un adulto o incluso a un joven a autoconvencerse de que lo que están haciendo con ese niño o adolescente de menor edad, es inofensivo.
La educación sexual es responsabilidad de todos. No me canso de repetir que no alcanza ni se agota con los módulos de ESI (Educación Sexual Integral) en el sistema educativo formal. Quienes comunicamos en los medios masivos, tenemos una enorme responsabilidad respecto a las ideas que transmitimos, y si bien nadie está obligado a saberlo todo, sí tenemos la obligación ética y moral de escuchar a quienes nos pretender sacar de la ignorancia en pos del bienestar de la comunidad a la cual servimos.