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miercoles 01 de mayo del 2024

Los aromas del tiempo

Por Jorge Cánepa.

Por Jorge Cánepa

Los árboles amanecieron pintados de blanco. El barrio, que era nuestro mundo, se había vuelto raro. Los grandes hablaban despacio, en voz baja, como si no quisieran despertar a alguien. Cuando pasó el camión que tiraba el humo fumigador, nos mandaron a correr detrás. Los pibes estábamos encantados. Jugábamos a perseguirlo.
Cuando me colgaron del cuello el medallón gordo con un piolín, blanco como el guardapolvo, sentí la fragancia desconocida. Más tarde, mucho después, supe que era la del alcanfor.

La poliomelitis atacaba a los más chicos y los mayores, en su desesperación, nos refugiaban como podían. Nada servía, pero no lo sabían.
Cuando huelo el alcanfor vuelvo al camino de la escuela, rompiendo la escarcha de las zanjas con una rama.

El cine Mendoza tenía un vestíbulo chico. Estaba la boletería y enfrente el manisero. Todo estaba invadido por el perfume del maní caliente que, impregnado en la emoción de la llegada, entraba con nosotros.

Adentro se imponía, invasora, la creolina. A alguien siempre se le iba la mano cuando desinfectaba los baños.
Llegué a identificarla con escenas y hasta con el uniforme romano de Charlton Heston.

Los vestuarios del club, la estación Rosario Oeste y los baños de la escuela 120 olían igual.
La creolina era todopoderosa, o eso creían.

El recuerdo de la primera vez que bailé me quedó para siempre cuando arrimé la cara a la de ella. Un soplido de spray escapó del peinado batido y me dejó, para siempre, la referencia exacta de un momento perfecto. Era tan bella…cómo olvidarla.

Tal vez a ella no le pasó lo mismo. Yo me había puesto unas gotas de un perfume de mujer que le robé a mi madre. Creo que se llamaba Mary Stuart.

San Pedro y San Pablo tenían la fragancia de lo que el fuego dejaba, el camote asado, y de las peleas por las ramas. Era más fácil robar que juntar. En eso teníamos expertos. Cuando huelo humo me aparecen las imágenes de los invasores.
Nunca me dejaron ir con ellos. Me cuidaban. Y creo que me cuidan.

El aroma de la pelota de cuero engrasada, el del río, el del césped cortado en la colimba, el de los jazmines de mi tía Rosa, el del tabaco de la fábrica Colón, el del pan del canasto de Ignacio, el del vino de los toneles de los Zapalá, el del puchero eterno de mi casa, el de la cal quemada en el barrio que crecía, el de la pólvora de los petardos, el de la carpintería del maestro Martín, el del cuaderno Laprida, el del almidón del guardapolvos de Adelina la portera, el de las ardorosas pasiones compartidas, urgentes, salvajes, el de la gomina que fabricaba mi abuelo, el de la mantita de lana que usamos con mi hermano cuando nacimos, guardada como una capa de la reina…..

Los aromas de la vida, cuando estaban todos, se quedaron conmigo para siempre, amontonados en un rinconcito y aparecen cuando el Mago Mayor nos hace un guiño.
Será por eso que conmigo puede más el perfume del jazmín y el de las flores silvestres, que el más caro del mundo.