El fútbol es caprichoso, dicen. El fútbol da revanchas, dicen. Ambas afirmaciones encajan perfectamente en esta historia entre Central y Marco Ruben, la misma que inició en 2004 cuando debutó con tan sólo 17 años, que tuvo sus capítulos de emociones más importantes, tanto de tristezas como alegrías, desde su regreso en la víspera de la Navidad de 2014 y la que está a punto de terminar o cuanto menos tener un paréntesis.
Resulta ser una realidad innegable que entre los hinchas canallas están aquellos que por haber vuelto en plenitud y demostrar un rendimiento superlativo con cifras goleadores tremendas, lo idolatran sin nada que los haga salir de ese pensamiento. También están los que sólo miden la estricta actualidad en la que el capitán hace buen tiempo que no es el que brilló con Coudet. Los nostálgicos desean que se quede y volver a verlo romper redes, mientras que en el otro sector están los que citan a Andrés Calamaro y le dicen: “Buena suerte y hasta luego”.
Seguramente Marco deje el club esta vez, como estuvo a punto de hacer a mediados de año cuando el Santos de Brasil lo tenía abrochado pero Cuca, el técnico por aquel entonces, le bajó el pulgar, lo que terminó siendo todo un guiño del destino. Lo cierto es que ahora hay una gran diferencia, sin el protagonismo de la era del Chacho, lejos de ser un indiscutido, el 9 formó parte del conjunto que condujo Bauza y le devolvió al pueblo auriazul la chance de gritar campeón tras 23 años.
A su vez, se regaló lo que más quiso cuando decidió volver a Arroyito, aquello que se le negó cuando era la tapa de los diarios tras cada fin de semana y que se le dio en este presente en el que se adaptó a ser un obrero más, pero siempre referente y líder dentro del plantel.
Ruben fue completando asteriscos para que su nombre quede grabado a fuego en la historia de Central. En Clásicos, anotó cuatro que siempre sirvieron para triunfos y fue partícipe importante peinando el centro que cayó en el zurdazo de Rivarola inmortalizado como el “Pirulazo” en la Sudamericana 2005. Además, sus 76 gritos con la camiseta canalla lo colocan como el quinto máximo artillero del club.
Sin embargo, pese a esos números envidiables, las frustraciones acumuladas se volvieron muy pesadas: entre el bochornoso arbitraje de Ceballos ante Boca, la noche en Medellín en la que tuvo la clasificación a las semis de la Libertadores en sus pies pero por exceso de generosidad le perdonó la vida al otrora campeón de América, o cuando otra final se escurrió como agua entre los dedos frente a River cuando su doblete no alcanzó. El desenlace de esa trilogía de tristezas futbolísticas fue la imagen suya llorando sobre el techo del banco de suplentes del Kempes, aquel 15 de diciembre de 2016 cuando parecía que las oportunidades de consagrarse estaban agotadas.
En el momento menos pensado, el 9 completó su planilla para pedir permiso y sentarse a la mesa de los jugadores más importantes que vistieron la camiseta azul y amarilla a franjas verticales. No habrá sido con él como figura indiscutible, pero sí siendo influyente en la intimidad del grupo y poniéndose el overol para batallar acorde a lo que demandaba lo que proponían en cancha los del Patón.
Un verdadero acto de justicia poética fue que le haya tocado estar en cancha en la final ante Gimnasia, llevar la cinta y alzar hacia el cielo mendocino la Copa Argentina. Su sueño se hizo realidad y desde el preciso momento en el que Caruzzo convirtió el penal decisivo, su historia en el club de sus amores cambió para siempre.
El fútbol fue caprichoso y no lo compensó cuando tanto hizo por alcanzar la gloria, pero también da revanchas y le llegó la hora de ser campeón con Central. Podrá marcharse, quizás regresar y retirarse en su casa, sólo él lo sabrá. Lo que ya es un hecho es que la deuda quedó saldada, capitán.