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jueves 25 de abril del 2024

La alegría, a pesar de todo

-Usted me puede creer o no, pero yo le digo que Limonchi se murió porque le cortaron las cuarenta. Y si no, ¿por qué cayó cuando vio el caballo de espadas en la mesa, eh? -el viejo Salgado parecía convencido de lo que contaba. Don Madruga lo escuchaba atento y asentía con la cabeza.

Limonchi, un integrante de la partida de Tute Cabrero que se armaba todos las tardes en el saloncito de Libertad, cayó muerto sobre la mesa mientras jugaban.

-Cuando le sacamos las cartas de la mano izquierda, el hombre tenía el rey de espadas. ¡No se aguantó que le corten las cuarenta, y encima, para hacer daño! Por eso se murió. ¡De la bronca! -terminó Salgado.

-Yo me acuerdo lo que pasó ese día -intervino el Turco Abdelnur- Lo llamaron a Chiche, el dentista, que estaba jugando al ajedrez con Símboli, para que lo revise. Le tomó el pulso, dijo: Está muerto, y se fue a sentar frente al tablero. Fue brava la cosa. Nadie sabía qué hacer.

En el club se acuerdan todos. Don Limonchi vivía a media cuadra.  Se juntaron cuatro muchachos tomados de las muñecas, otros dos lo sentaron arriba y lo llevaron en andas hasta la casa. A los pibes nos pidieron que los acompañáramos, rodeándolos. Íbamos callados, asustados, pero algunos se animaron y, tomando coraje, cantaron ¡¡Limoooonchi,  Limooooonchi!! para disimular.

En el barrio Azcuénaga había un solo paso entre la tragedia y la comedia. Siempre fue así. La noticia de lo de Angelito Di Scipio cayó como un rayo. Nadie lo podía creer. Tenía apenas 15 años. Volvía de La Florida con sus amigos y, cuando intentó subir al tranvía, resbaló y cayó bajo las ruedas. Perdió una pierna y salvó la vida milagrosamente. Durante un tiempo se hablaba del accidente en voz baja. Una mezcla de estupor y dolor lo invadía todo. Pero cómo puede suceder una cosa así, ¡pobre chico!, se escuchaba en todas partes. Angelito era un gringuito muy querido y nadie aceptaba tan dolorosa realidad.

En aquellos tiempos el desarrollo tecnológico estaba en sus comienzos. Le adaptaron una pierna ortopédica de la época, de madera.

Una de sus primeras salidas fue una visita a la casa de mi hermano Cacho, su gran amigo. Tocó timbre, le abrieron y entró. Cuando había caminado algunos pasos se escucharon los gritos: ¡¡Lacki!! Lacki!! Pero fue inútil. La perra de la casa lo atacó y le metió un tarascón traicionero. Angelito, sin inmutarse, la miró y con una sonrisa burlona le dijo:

-Te clavaste, boluda, ¡esa es la de madera!

En 1950 se inauguró en Rosario el Estadio Norte en la esquina de Avenida Alberdi y José Ingenieros. Fue un acontecimiento extraordinario. La ciudad no tenía un estadio cubierto de semejante magnitud y se vivió una gran fiesta popular. Uno de los festejos fue el campeonato rosarino de Ping Pong. Después de unas eliminatorias en los clubes de barrio, la final se jugó en el flamante estadio. Con tribunas colmadas se disputó el título individual y, después de tres intensos sets, se consagró campeón ¡Ángel Di Scipio! Mucho tiempo después me dijo:

-Él me jugaba todas a la de palo. Por eso le gané –y cerró con una carcajada.

Jugaba al fútbol, iba a los bailes y a la cancha, siempre con un chiste y la risa fácil. La ortopedia progresó y Angelito recibió una pierna moderna, articulada, que rápidamente dominó. Se la sacaba siempre para jugar al casín y al billar. La dejaba apoyada en un rincón, se concentraba en el juego, y cuando la iba a buscar, nunca estaba. Era un clásico. Podía aparecer en cualquier lado, pero él jamás se enojó. Cuentan que una noche la pierna no aparecía. El que la había escondido se fue, sin decir nada. Buscaron una hora y por fin la encontraron. Estaba adentro de la inmensa heladera del bufetero que atendía el salón donde se jugaba a las cartas.

Ángel Di Scipio tiene más de ochenta años y sigue igual de alegre. Cuenta todo naturalmente, como si nada. Se ríe más que antes y sigue escuchando emocionado a su ídolo, Alberto Marino.

-¡Cómo cantaba el Tano! Era mejor que Pavarotti», dice y canta a dúo: La vuelta… callejón… vuelta de Roooochaaa…

En el barrio no cambian los aromas, las costumbres, ni el arte oculto de sonreír a pesar del dolor. Sigue estando el viento que empuja hacia adelante a las personas buenas, de corazón sencillo. Una fuerza indomable los habita y convierte cualquier pena en un desafío. El mandato es levantarse de las caídas, seguir peleando y ganarle a la suerte, como Angelito Di Scipio, campeón rosarino de Tenis de Mesa y de la vida.

Cuento del libro “Un hombre valiente y otros sueños de barrio”, de Jorge Cánepa.