-¿Aquí vive el taxidermista? -El Negro Campanella lo miró extrañado. El hombre medio petizón, canoso y bien vestido, había tocado el timbre de la casa del Pasaje Central y lo miraba sonriente, esperando la respuesta.
-Si… soy yo -le contesto nervioso. ¿Y este como se enteró?, pensó. Hacía muy poco que con su compadre José Cordi habían decidido aprender el oficio y, salvo embalsamar algunos chimangos y dos teros, no habían hecho otra cosa. El hombre le tendió la mano y fue derecho al grano.
-Vea amigo, me tiene que embalsamar un puma que cacé. No importa lo que salga, imagínese que agarrar un bicho de estos no es cosa de todos los días- Al Negro se le aflojaron las piernas. Tomó coraje y le dijo con voz firme y segura:
-Dio con la persona indicada. Traígalo nomás y se lo devolvemos como si estuviera vivo. ¿Cómo me dijo que se llama, señor?
-No le dije, me dicen El Gallego, así me llaman todos.
-Listo, Gallego, déjelo nomás, yo le aviso cuando esté – El hombre le dio un papelito con el número de teléfono y la dirección, y se fue.
Cuando el hombre dobló en la esquina, el Negro discó nervioso el número de teléfono del socio.
-Vení urgente, tenemos un laburo buenísimo. Hay que embalsamar un puma -José quedó sin habla. Con un hilo de voz contestó: Ya voy y cortó.
¿Estas seguro, Negro? -preguntó cuando llegó.
-¿Y que diferencia puede haber? Alambre, estopa y paciencia. No nos vamos a achicar ahora – dijo Campanella. Al otro día empezaron. Primero lo «cuerearon». Cuando vieron la carne, rosada, tierna, el Turco se animó : ¿Y si la probamos? ¡Parece buenísima! Se comieron el lomo y el jamón y lo que sobró se lo dieron a los vecinos, para los perros del barrio. Juntaron las herramientas y empezaron.
-Arranquemos por el pecho. Las patas la dejamos para después -ordenó Cordi. Dále contestó entusiasmado el socio. El armado con alambre fue el primer inconveniente. El porte del animal los obligaba a un trabajo más complicado que el que habían practicado con las aves y les llevó mucho tiempo. Cuando rellenaron el pecho había pasado un día y entonces apareció el problema. El que se dio cuenta fue José:
-Negro, se está achicando todo. Mirá las patas ¡parece un gato grande!- Efectivamente, el cuero se comprimió y las patas y uñas se achicaron peligrosamente.
-Aceleremos o esto va a ser imposible, -gritó Campanella- llamá al Profe y que nos diga qué hacemos.
Una voz amable contestó el teléfono y escuchó la consulta.
-Profesor, estamos en un problema delicado. Se acuerda que ayer le conté lo del puma, bueno, se esta achicando, ¿qué hacemos?- A medida que escuchaba José se ponía cada vez más pálido. Se tapó los ojos con la mano izquierda y cortó.
-Negro, dice que el molde para estos animales se hace de yeso, que el cuero se va a seguir contrayendo y que hay que apurarse-. Quedaron paralizados por un momento.
-Vamos más rápido, este hombre nos mata!» dijo con un hilo de voz José, y se pusieron a rellenar a toda velocidad. Avisaron que no los molesten por nada y ya era noche cerrada cuando terminaron. Fue un esfuerzo muy grande, con resultados muy pobres. Quedó un animal desconocido en la escala zoológica. Gordo, de patas cortas y uñas escondidas, con una expresión indefinida. El cuero estirado le cambió el color y no tenía un solo rasgo del noble felino que había sido.
La idea fue de los dos. Lo llevaron a la dirección que les había dejado El Gallego, lo pusieron en la puerta, tocaron timbre y salieron corriendo. Cuando el dueño de casa abrió y encontró al malogrado puma embalsamado, los dos taxidermistas habían escapado en la vieja Estanciera de Fingo, el tío del Turco.
Los intentos que hicieron después para seguir en la profesión fueron ingeniosos. Aplicar lo aprendido y que saliera bien, fue un desafío y en el barrio se aprendía a enfrentar la adversidad. Orgullo y decisión sobraba, y lo volvieron a intentar.
El Titi Téllez había llegado lejos. Era el gerente general del Banco de Londres, y era del barrio. Lo fueron a ver con una propuesta atractiva. Los atendió en el despacho, imponente y acogedor del banco internacional, y los escuchó:
-Queremos embalsamar un ejemplar del ave típica del Reino Unido para que la instales en el hall del banco. Sería un buen detalle artístico y, de paso, nos vendría muy bien para promocionarnos- A Téllez le gustó la idea, y más si les daba una mano a sus amigos.
-¿Y cuál es el ave? -preguntó. El dúo no había previsto que tenían que tener esa información, pero salieron del momento, como siempre, con una sonrisa y la respuesta inmediata.
-Titi, primero queríamos saber si te gustaba. Mañana te decimos cual es.
Desde la esquina de Mitre y Rioja fueron a la Biblioteca Argentina. Cuando vieron el nombre del ave no lo podían creer: Ave de Inglaterra: Petirrojo Europeo (cresta colorada).
-Acá no hay, José. ¿De dónde lo sacamos? -Cordi se quedó callado un momento y le contestó: ¿Y si hacemos algún otro bicho con cresta roja? El silencio fue la respuesta y conclusión. Le avisaron al gerente y nunca más se tocó el tema.
Cuando le presentaron la propuesta al Museo Angel Gallardo el director los escuchó atentamente. ¿Ustedes consiguen las aves y las embalsaman?, preguntó.
-Si, señor. Las que usted necesita viven en Entre Ríos. Si nos da un certificado nosotros vamos, las cazamos, las preparamos y se las entregamos aquí. -El hombre les había nombrado los ejemplares que quería: Águila de Pecho Blanco, joven, Águila colorada, adulta y una Garza Mora, adulta. Salieron de allí con el documento oficial que acreditaba el pedido, firmado por las autoridades, en papel con sello de agua y lacre, y se fueron a Entre Ríos. Parados ceremoniosamente frente al funcionario de la provincia vecina, extendieron el papel que certificaba que la presencia era una misión oficial. En la placa colocada en la entrada se leía: Provincia de Entre Ríos-Dirección de Recursos Naturales. El director se paró detrás del escritorio, leyó y devolvió el documento y les habló con voz amable:
-Bienvenidos, hermanos santafesinos. Esta provincia recibe a los visitantes con toda cordialidad, pero si llegan a tirar un tiro, ¡uno solo!, van en cana. Que disfruten la estadía. En el barrio Azcuénaga no teníamos demasiado contacto con la fauna. Salvo con los animales domésticos y una visita que, con los compañeros de sexto grado, hicimos para ver a un tucán que tenía un vecino de la escuela, nadie sabía mucho.
¿Como llegaron a dedicarse a la taxidermia el Negro y José?. Tal vez por curiosidad o quizá para sumar algún esfuerzo extraordinario que les permitiera mejorar sus ingresos. Lo cierto es que entraron a un mundo del que jamás pudieron salir: el de los pájaros. Y hoy, abuelos, en el otoño de su vida, les enseñan a sus nietos a escuchar todos y cada uno de los cantos que suenan en los parques, los nombres de las flores y el graznido de los chiflones que vuelan, libres.
Tal vez a ellos el poeta Hamlet Lima Quintana les anunció, sin conocerlos: Pero lo más hermoso de los niños/ es que, también a veces, nos miran con ternura/ y con el más antiguo conocimiento de la sangre,/ se ponen a cantar y nos perdonan.
Cuento del libro “Un hombre valiente y otros sueños de barrio”, de Jorge Cánepa.