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domingo 28 de abril del 2024

El Loco Pica, andanzas de un hombre solitario

Para entender lo que estaba pasando había que ser del barrio. Nadie que fuera de otro lugar lo podría haber comprendido. Por los parlantes sonaba el vals Número 1 en La bemol de Chopin. Las patinadoras se desplazaban por la pista con una estética de ballet, dominando los patines con ruedas, admirablemente. Palomitas, saltos, giros y cien figuras, con gracia y creatividad. Y en el medio, con una toalla en el cuello y un jabón color rosa en una mano, El Loco Pica imitaba los movimientos, calzado con unas chancletas de cuerina, rumbo a su baño diario. El Club Libertad era su casa. A los doce años decidió que viviría solo y, como una alegoría cruel, eligió un cuartito de atrás del escenario, destinado a guardar trastos viejos, armó una camita y se quedó allí quince años.

Alfredo Quintans, para todos El Loco Pica, tenía que recorrer irremediablemente casi toda la pista del club para llegar a los vestuarios, que estaban en la otra punta de su lugarcito en el mundo. Los días de bailes repetía la ceremonia cuando ya habían llegado algunas familias, mientras la orquesta típica tocaba los primeros tangos. Toalla y jabón en mano, saludaba a todos por su nombre: «¿Cómo le va doña Luisa? ¡Ya vuelvo y la saco a bailar!», «Muy bueno el traje, don Vicente», «Que dice don Martín, se comprometió la nena?».

Nunca se quedaba. Vestido y perfumado, saludaba y se iba. Una vez se enteró que había un concurso de un baile nuevo llamado Rock and Roll y se anotó. Había armado un dúo con su amigo Chachá, ensayaron una semana y salieron campeones. La acrobacia que requería la danza era, para ellos, un tema menor. Si hasta parecía que habían nacido para eso. El Rock en un comienzo se bailaba entre hombres y el dúo era imbatible. Ganaron en todos los barrios. Pica nació cómico. Era nuestro Jerry Lewis. Era imposible estar serio cuando aparecía, y su vida fue casi una caricatura. Algunos pensaban que hacer reír era su forma de pedir cariño. Si así lo quiso, lo consiguió.

Se dedicó al boxeo y fue campeón rosarino amateur. Se anotó en un torneo de bochas y, en su condición de principiante que nunca había jugado, salió campeón integrando un trío surgido del sorteo. Nunca más jugó, pero estuvo un año gritándole a los profesionales:

-Practiquen que después les gano yo.

La anécdota de Semana Santa todavía se cuenta entre veteranos. En aquellos tiempos se recorrían las siete iglesias. Era común ver pasar gente caminando por calle Mendoza que, en gran número, cumplían con su fe. Pica se instaló con una silla en la esquina de Felipe Moré y empezó a parar a hombres y mujeres para lo que él llamaba «la representación». Nadie sabe como los convenció pero lo cierto es que armó tres grupos, uno en cada esquina, y él, después de darle las instrucciones, se paró sobre la silla en la esquina que quedaba. Como un director de orquesta alzó los brazos mientras desde el café miraban todos intrigados. A la primera seña el primer grupo recitó: Si la vista no me engaña… Giró y dio el pase a los segundos que gritaron al unísono: Veo a Fausto en la montaña… Miró a los terceros, bajó el brazo y se escucharon las voces: Yo soy Fausto, ¿qué queréis? Clara, potente, se oyó la voz de Pica que dijo: ¡Que los h….. me agarréis!. Se tiro de la silla y salió corriendo, dobló en calle San Juan y desapareció. El desconcierto fue general. Pasado el primer momento de sorpresa los  participantes siguieron su camino, mientras desde adentro del bar se escuchaban las carcajadas.

Pica pasaba los veranos en La Florida. La playa rosarina fue testigo de innumerables anécdotas que lo tuvieron como protagonista. Por los altoparlantes del balneario un locutor pasaba música y publicidad y era común escuchar, todos los días, una referencia a su presencia. Nos visita hoy el destacado actor cómico Alfredo Quintans, ¡gracias por su presencia!», y a continuación sonaba un fox-trot grabado por sus músicos preferidos: Los Soldaditos de Johnny. Ese era el momento en que Pica recorría toda la playa por la orilla del río, saludando con un brazo alzado, sonriente y complacido. Fue uno de esos días en que ocurrió lo que nadie ni siquiera imaginó. Lo contaba Chupete Urtubey, su viejo compañero del dúo humorístico «Pica y Chupete»:

-Tocó algo con el pie, se agachó y ¡con las manos! sacó un surubí de veinte kilos. Lo tiró en la arena y, de repente, se encontró rodeado de cientos de personas que lo aplaudían. Nadie lo podía creer. Creo que fue uno de sus días más felices.

Todos los lunes se reunían en La Florida varios jugadores del plantel profesional de Rosario Central y algunos amigos, para pasar su día de descanso. La reunión era en una gran carpa armada en el extremo norte de la playa. Durante la semana, Pica tenía la misión de mantener el lugar y comprar la mercadería para los asados. Un lunes, como siempre, fue a esperar a la barra que dejaba los autos estacionados arriba para después bajar caminando por Escauriza, la calle que terminaba en la arena. Alguien le había contado que Abelardo Racco, un ex actor de circo inválido, que había perdido sus piernas víctima de una cruel enfermedad, les había contado a los jugadores que Pica se compraba vino para él. Racco se trasladaba en un sillón de ruedas casero hecho con tablas y ruedas de bicicleta y era acompañado en el descenso, siempre por algún voluntario. Ese día el Loco pidió llevarlo, lo sentó, y encaró la bajada.

-Abelardo, vos no le tendrías que haber contado a los muchachos lo del vino -le dijo al oído- Vos sabés que yo me quedo toda la semana solo. –añadió.

-¡No señor, eso no se hace! Ellos te tienen confianza y vos los traicionás -contestó Racco de mala manera.

-Lo que no se hace es botonear  ¡y vos sos un botón!» -replicó el Loco. Habían llegado a la curva de la bajada y quedaba por delante la recta final, larga, empinada. Entonces lo empujó. La silla de ruedas, fabricada en el barrio, precaria, con ruedas grandes, tomó velocidad rápidamente y con su ocupante agarrado de los apoyabrazos de madera con fuerza, se frenó cuando llegó a la arena. Abelardo Racco quedó sentado en la playa gritando. Pica, sin mirarlo, siguió rumbo a la carpa a preparar la comida. Al rato lo trajeron los muchachos y no se habló más del tema.

Yo era un niño cuando lo acompañé en la mudanza. Se fue del club a una pensión de la calle Maipú. Manejaba la motoneta por los adoquines de Mendoza, rumbo al centro y me llevaba atrás sosteniendo la valijita de cartón marrón, con lo poco que tenía. Me despedí en la piecita que había alquilado sabiendo que Pica no volvería al barrio. Regresé en tranvía. Se estaba haciendo de noche y me seguía sonando lo que me dijo cuando me saludó en la puerta:

-Nunca me voy a olvidar que tu vieja me daba un plato de sopa.

Lo encontré mucho tiempo después. Algunos días ganaba él, otros, la mayoría, el alcohol. Vivió peleando en la calle. Fue preso. Hizo giras con Don Pelele y Alfredo Barbieri. Envuelto en banderas de Ñuls fue a todas las canchas. Animó varios carnavales de Gimnasia y Provincial disfrazado de gitana y finalmente fue, por muchos años, ordenanza en “La Capital”. Creo que, a su modo, fue feliz.

Escribió Homero Manzi: La vida es un mazo marcado/ baraja los naipes la mano de Dios. Alfredo Quintans creció como pudo. Le pesaron el silencio y la soledad. Su escuela fue la calle y su refugio, la risa. Allí fue Pica, el loco inolvidable.

Cuento del libro «Un hombre valiente y otros sueños de barrio», de Jorge Cánepa.