Por Jorge Cánepa
El ingenio es la creatividad llevada a la práctica. Cuando leí la definición me acordé inmediatamente de ellos. Era gente ingeniosa, sin dudas, la que habitaba el barrio de mi infancia. Para escaparle a la pobreza, para crecer y convivir, para divertirse y ayudar y para ser, al cabo, los inventores de su propia subsistencia.
Y en esa comunidad, entrañable y solidaria, hubo de todo. Una fauna urbana de la que surgieron personajes distintos, pero unidos por un denominador común: el ingenio. Como Atilio, un estafador serial, con un grado muy alto de creatividad, que tenía un repertorio inagotable de recursos para ejercer su raro sortilegio. Hizo del engaño un arte y repitiendo su frase de cabecera: Nace un bobo por minuto. Pero desplegaba sus estafas con una premisa: Con los amigos, no.
-¡Hay que animarse viejo! -decía el veterano taxista, mientras tomaba su café y usaba el pocillo para señalar los techos de la iglesia- ¿¡Vos sabés la que se armó cuando le llegó la cuenta al cura!?
Después se supo que Atilio batía sus propios records. Un viernes le pinchó el teléfono a la parroquia de Lourdes, orgullo de Rosario, tiró un cable por las casas aledañas, cruzó la calle y lo bajó en el bar de Santiago y Mendoza. Y allí, desde un rincón, en el fondo, «levantó» juego clandestino varios días. Apuestas de carreras y quinielas fueron operadas desde esa línea inmaculada y fuera de cualquier sospecha. Dicen que los gritos del sacerdote tuvieron un volumen superior al del campanario cuando llegó la factura. Pero ya era tarde. Atilio, el morocho flaco y alto, había volado hacia otros destinos.
Chequeras de cuentas cerradas, autos prendados o cualquier otra forma de engañar, le servían para su objetivo: estafar a algún incauto mientras los convencía con su arma poderosa, la sonrisa seductora.
La improvisación permanente convertía a estos hombres en personajes singulares. Había uno al que todos conocían por El Doctor, que era dueño de un prestigio muy especial. Sus dichos eran tomados como verdades reveladas y nadie se animaba a discutirlas. Con algunas materias dadas en la facultad de odontología le alcanzó para convertirse en un hombre respetado por todos. Una tarde de verano tórrido, la mesa más buscada del bar del Cine Mendoza estaba ocupada por Problema, un muchacho con aspecto de prócer, de patillas largas y ese apodo del que nunca se conoció el origen. Era un lugar privilegiado porque estaba junto a la única ventana y desde allí cualquier parroquiano veía pasar la vida. Problema era lo que se dice un hombre bueno, servicial, atento y educado. Se sintió orgulloso cuando El Doctor se sentó con él. Casi siempre tomaba su mate cocido sólo y se alegró de que una celebridad así lo eligiera para charlar.
-Esa palmera me tapa todo el frente, no la aguanto más -dijo el recién llegado. Problema dirigió la vista a la vereda de enfrente con curiosidad. En el pequeño jardín de entrada de una casa del complejo “La Vivienda” había, efectivamente, una añosa palmera.
-¿Cuánto me cobrás para sacarla, amigo?- preguntó El Doctor. Problema escuchó sorprendido la propuesta.
-Y… no sé, lo que usted diga Doctor -contestó.
-Bueno, sacála. Cuando termines me decís cuanto es.
Hacha y serrucho en mano Problema Herrera marchó contento a su tarea. El Doctor había confiado en él y no le iba a fallar. Cuando la palmera estaba a punto de caer, desde el tranvía que paró en Mendoza y Felipe Moré, bajó un hombre de traje y corbata que volvía de su trabajo en un banco del centro. Cuando vio la escena del árbol a punto de caer en la puerta de su casa estuvo, por un momento, al borde del desmayo. Era el verdadero dueño de casa, que corrió tratando de parar lo imparable.
-¿¡Qué hace animal!? -vociferó.
-A mí me mandó El Doctor -dijo Herrera.
Todo terminó en la seccional de policía. Creo que el comisario fue justo. Problema tuvo que pintar el frente de la casa. Mientras pasaba el rodillo simulaba no escuchar a los que le gritaban desde la puerta del cine. El autor de la broma desapareció por un tiempo…
Al loco Imperiale no le gustaba que le digan pajarero. Y menos si lo hacían escondidos, con la voz en falsete o imitando al Pato Donald. Se escuchaba ¡Pajareeeeroooo! y el muchacho, grandote y morocho, bajaba de la bicicleta de reparto y entraba al café de Chico Contino hecho una tromba. Todos seguían hablando, como si nada. Lo más difícil era aguantar la risa. Nadie sabía bien por qué Imperiale se enojaba, pero el que lo veía primero, le gritaba. Llegó a llevar un garrote para disuadir a los bromistas. Pero era inútil. Cuando pasaba sonaba el ¡Pajareeeeroooo!
Sin embargo una vez, prevenido y atento, el loco vio, o creyó ver, al que lo llamó desde atrás de la colorida cortina de plástico a listones de la puerta del bar. No dijo nada y siguió pedaleando mirando al frente. La venganza empezó a tomar forma en ese instante. Fue el Colorado, fue el Colorado, decía, pensando en voz alta.
El Colorado vivía en un departamento de pasillo de la calle Lima. Una tarde el vecindario escuchó sobresaltado los pedidos de ayuda de varias personas. El loco Imperiale había consumado su revancha. Metió un caballo en el pasillo y nadie lo podía mover. El animal no retrocedía y nadie sabía cómo sacarlo. La solución apareció, pero no fue sencilla. Tuvieron que meterlo a la casa del Colorado, darlo vuelta adentro y después, por fin, sacarlo a la calle.
Le siguieron gritando ¡Pajareeeeroooo!, pero, después de lo del caballo, muchos trataban de mostrar que no eran ellos y se hacían ver en la puerta del café cuando pasaba el loco. Por las dudas.
Tenían ingenio. Para todo, pero especialmente para borrar el tedio y las penas. Para intercambiar pasiones o charlar simplemente, mirándole el alma al amigo, reflejada en su mirada. Para escaparle a la pobreza e inventar un mundo de carcajadas, allí donde habitaban necesidades y carencias. Hombres ingeniosos que le ganaron a lo inexorable, casi sin darse cuenta.
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