El expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva se niega a obedecer la histórica orden de prisión que el juez Sérgio Moro había emitido contra él. El expresidente tenía hasta las cinco de la tarde de este viernes, para entregarse en un juzgado de Curitiba (Paraná) y comenzar su condena de 12 años por corrupción.
En vez de eso, se atrincheró en la sede del Sindicato Metalúrgico, en São Paulo, a 430 kilómetros, donde había comenzado su imparable carrera política en los setenta y donde lo estuvieron arropando cientos de simpatizantes. «Creo que lo prudente es que no hable», le dijo en un momento dado. La Policía Federal ha confirmado que no lo detendrá ni este viernes por la noche ni durante la madrugada del sábado.
Durante todo el día, Lula se dedicó a esperar. Una espera larga y tensa, el desenlace casi lógico para un proceso de dos años ya de por sí agónicos, en los que el veterano expresidente ha ido esquivando diferentes acusaciones de corrupción hasta que una, un soborno de una constructora, fue ganando peso de un juzgado a otro y desembocó en una orden de prisión en segunda instancia. La idea era mostrar resistencia, restar la autoridad de Sérgio Moro y del proceso contra él. Demostrar que aún no había llegado el día del que se lleva hablando incesantemente los últimos dos años. El día en el que el político más popular de la historia de Brasil se convierte también en el primer expresidente del país en ir a la cárcel.
La espera tuvo por unas horas un pretexto formal. Lula aseguraba negarse negaba a entrar hasta que el Tribunal Superior de Justicia se pronunciase sobre el último recurso presentado por su defensa, ya que una sentencia favorable podría salvarle de la prisión. Pero también eso falló una hora antes del fin del plazo. En todo caso, la espera tenía un fin político: convertir las últimas horas en libertad del expresidente en un acto de afirmación. Cada hora que pasaba, el Sindicato Metalúrgico se ha ido convirtiendo en una convención de partidarios de Lula y en una muestra del músculo político del que aún goza el expresidente.
La expectativa de lucha se propagó por todo el país. Los sindicatos cortaron una serie de autopistas en cinco Estados, mientras críticos de Lula estuvieron planeando manifestaciones a lo largo de toda la mañana: algunos, de hecho, se plantaron en los juzgados de Curitiba a esperar infructuosamente al exmandatario. Mientras, buena parte de la clase política estaba o en los medios o en las redes sociales, posicionándose de un lado u otro en el gran debate sobre el caso: si la prisión de Lula es un paso adelante en la lucha contra la corrupción del país, como sostienen casi todos sus rivales, irónicamente muchos de ellos implicados en otros casos de corrupción; o si bien se trata de una persecución política para disminuir la influencia de la figura política más poderosa de la historia brasileña.
Fuente: El País