Por Ignacio Pellizzón
“Yo no sé lo que es el destino, caminando fui lo que fui, allá Dios, que será divino, yo me muero como viví”, dice Silvio Rodríguez en una canción que pareciera estar escrita para Diego, “El Necio”.
El Diego, al contrario de como lo definió alguna vez su hermano “un marciano”, yo creo que fue demasiado humano. Contradicciones tenemos todos, pero las de él nos llevaban –y nos seguirán llevando- a discusiones encarnadas, donde pareciera que se pone en juego la vida y la muerte, nada menos. Encarnó los extremos de esta sociedad argentina, que no entiende de límites ni de equilibrios, que lleva en su gen la droga que no sale en ningún testeo: la “Exitoina”, como la definió Eduardo Galeano.
Digo que El Diego era demasiado humano, porque es más fácil de aceptar que un ser de otro planeta podía ser tan genial con una pelota, pero al mismo tiempo podía tener una vida privada tan oscura. Los libros de historia, por lo general, no cuentan los oscurantismos de los personajes más brillantes que pasaron por este mundo. Ninguna persona que esté caminando por la calle fue contemporánea de Mozart, Freud, Heidegger, Lenin, Marie Curie, Rosa Luxemburgo, Juana de Arco, pero todos sí fuimos contemporáneos de Maradona, el más humano de los humanos.
Es más fácil de tolerar a los astros de la historia en una vitrina iluminada y pulcra, que tener que caminar con alguno o alguna y ver sus tropiezos, sus metidas de pata, sus trastornos, sus mentiras, sus excesos, sus irresponsabilidades, sus brutalidades, sus muchos etcéteras que los convierten en más humanos todavía.
El Diego nos interpeló siempre. Fue la Biblia y el Calefón. Nos mostró la pobreza absoluta y la exultante riqueza. El Diego personificó todo lo que hay en una sociedad en un solo ser. Nos interpeló sobre qué hacemos los individuos de esta sociedad con las personas. Qué hacemos con nuestros ídolos y con quienes aborrecemos. Él nos mostró que podía llegar a un aeropuerto como el de Nápoli en Italia y que lo recibieran 100 mil personas, como al poco tiempo llegar a otro en el que no lo esperaba nadie. Pasar de la gloria al olvido, sin escala.
Todo lo que vivió El Diego no es posible para nadie más que él. Alguien que era demasiado humano. Un pibe de Fiorito que tenía el sueño de ayudar a su familia jugando al fútbol y que sin darse cuenta alguien le metió “una patada en el culo y lo mandó a la cima del mundo”, como contó alguna vez. “Ahí solamente hay soledad, maestro”, recordó en alguna entrevista.
Es muy loco lo que pasa con El Diego, porque él llegó al lugar en el que todos desean estar haciendo lo suyo. Trabajar de lo que te gusta, convertirte en millonario y ser recordado para la eternidad, hacer historia. Pero él, llegó y después se pasó el resto de la vida queriendo bajar de esa cima en la que todos desean estar. Quería dejar de ser demasiado humano.
No me caben dudas de que El Diego pasó de ser un mito a una leyenda. No tengo dudas de que siempre va a ser un ejemplo de lo genial como de la oscuridad. Vivió con una cámara encendida al lado suyo toda su vida, como una especie de Truman Show en la que el protagonista se da cuenta que lo están usando, pero no consigue salir de la tele. Y, aun así, logró unir de felicidad a todo un país, que vive dividido, en un solo puño en alto al grito de ¡CAMPEÓN!; pero, claro, eso le costó tener que ser El Diego, demasiado humano.
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