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martes 16 de abril del 2024

Dos historias desde adentro del teatro rosarino

El saludo de pie. El amarillo como color de la mala suerte. La palabra francesa merd para desear buenos augurios. Todos datos popularmente conocidos sobre el teatro. Pero el detrás de escena de las tablas encierra múltiples historias, vidas enteras dedicadas a la pasión por la actuación, la dirección, el armado de guiones y más. En la ciudad, esas historias de tablas- y de abajo- rebosan. Previo al Día Mundial del Teatro, Rosario Nuestro habló con dos referentes locales del arte escénico. Una mujer y un hombre que pisan fuerte delante y detrás de bambalinas.

Severo Callaci tiene 33 años y empezó a actuar cuando estaba en la secundaria. Iba a la escuela Gurruchaga de calle Salta al 3400, donde el «teatro es materia curricular». Además, trabaja como director y eventualmente dicta clases. Al momento de realizar esta nota,  ajusta detalles para la presentación de uno de los espectáculos que dirige – Los camilleros –  en el festival provincial santafesino. Además, protagoniza El ángel de la valija, un unipersonal donde interpreta diez personajes en escena.

La voz de Severo transmite tranquilidad. Calmo y preciso a la vez, explica que para él el teatro es un modo de comunicación consigo mismo, «con los otros y con el universo». El canal para poder transmitir lo que siente pero también «una herramienta profunda de transformación social «. Callaci asegura que su búsqueda artística personal se apoya en dos elementos: la poesía y el humor.

Con más de 15 años de labor en el área, transita los pasillos del circuito teatral independiente desde adentro. Sobre sus bases cimentó un oficio que se volvió sostén económico. «No tengo ningún otro trabajo», explica. Severo deja una reflexión sobre el teatro local. Al final de su relato dispara: «Estamos constantemente buscando nuevo público. A veces luchamos contra nuestras propias limitaciones y prejuicios. Buscamos que nuestras propuestas sean inclusivas y no para un público exclusivo asociado a la cultura».

Por ese sendero inclusivo camina Luciana, que hace más de dos décadas acerca el teatro al público de todas las edades a través El Teatrillo, un espacio de formación y producción que comanda junto a su socia Daniela Ominetti. Desde allí, dictan talleres y montan obras, especialmente adaptaciones de autores clásicos. Luciana, de 46 años, es actriz y docente. A mediados de los ’90 se recibió de comunicadora social y enseguida ingresó al profesorado de arte escénico. Ella también vive de su trabajo en el ámbito artístico y comprende su lugar. «Mi práctica tiene que ver con la pedagogía. Yo hice del teatro un medio de vida a través de la enseñanza», lanza.

Las respuestas de Luciana son amplias, igual que su trayectoria. Relata taxativamente las etapas de su carrera que puede resumirse en números: a los 17 empezó a incursionar en la expresión corporal; en el’96 terminó comunicación en la Siberia; hace 21 años que trabaja con Ominetti y así los acontecimientos se encadenan hasta llegar a la consolidación de su amado Teatrillo, que empezó desde abajo y hace tiempo tiene lugar físico (hoy en San Juan 3130). Evangelista remarca que en sus comienzos pudo fusionar su formación artística y académica en distintas instituciones.

En El Teatrillo, ella y Daniela dan el 90 por ciento de los cursos, que agrupan a alumnos y alumnas «desde los 8 a los 70 años». Los talleres son especialmente pensados para cada estudiante: no asisten más de quince personas y ningún grupo se forma por casualidad. Cuando a Luciana le toca explicar el significado del teatro en su vida, se detiene por un instante y termina su relato:»Es parte constituyente. Lo que sentí cuando fui a mi primera clase de teatro fue que iba a ser para toda la vida. Nunca voy a dejar de hacerlo».

Severo Calaci y Luciana Evangelista se mueven por la pasión por el teatro que se traduce en cada una de sus palabras. El gusto por el juego de construir personajes está presente en ambos. Sus vidas se cruzan en ese punto donde el placer y el trabajo se funden en uno y el aprendizaje propio y de los otros se vuelve motor de lo cotidiano.