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viernes 19 de abril del 2024

¡Dios mío!

Los barrios de Rosario viven una realidad espeluznante. Del ajuste de cuentas de hace una década pasamos al sálvese quien pueda. No tienen límites y nadie está exento de vivir lo peor. Tiroteos de todo tipo, moneda corriente. Y quien intente oponerse a esa realidad será la próxima víctima.

“No recomendaría hacer la denuncia contra narcos”, dice el Padre Fabián Belay en nuestros micrófonos, y un escalofrío recorre nuestra espalda. Es un cura que lucha contra las adicciones en los sectores más marginales de la ciudad y enfrenta a las mafias que necesitan de los jóvenes soldados. Su equipo de trabajo recibe amenazas a diario y le recomienda a los vecinos no alzar la voz en la Justicia ni en la policía: dice que no hay garantías.

El Ministerio de Seguridad de la provincia hace lo que puede, no da abasto con la cantidad de episodios, bandas y sub-bandas que se replican. Parecen desbordados y no reciben respuestas de la Policía ni de la Justicia Federal. En busca del “pez gordo”, dejan que esa realidad insostenible se propague por los barrios rosarinos.

Insisten, desde la provincia, que necesitan de la Ley de Narcomenudeo para actuar sin tener que pedir aval a los jueces federales que investigan otros temas. Ayer tocamos fondo: después de los ataques al Nuevo Centro de Justicia Penal, al Ministerio Público de la Acusación, casas de jueces y demás lugares antes impolutos, fue el turno para un Jardín de Infantes y una Parroquia de la zona noroeste.

La escuela Pablo VI y la Parroquia María Reina fueron protagonistas de un nuevo amedrentamiento. La casa de estudios iniciales y primarios sufrió 5 disparos en su puerta de ingreso, mientras que la iglesia del barrio recibió 8 impactos de bala calibre 9mm que terminaron sobre el altar donde el Padre Juan Pablo brinda la misa a diario. De no creer.

Lo cierto es que desde el 2015 el Padre viene realizando denuncias en el ámbito provincial y en el federal pidiendo ayuda para el Barrio Larrea, cuyo centro de reuniones tiene como escenario la calle Méjico al 100 bis, donde se ubican los domicilios atacados por los malvivientes.

De hecho, luego de irnos de la cobertura de lo sucedido, nos topamos con un vecino que acercó papeles con datos: confían en la prensa, pero no en la policía o los Centro Territoriales de Denuncia. Así de preocupante, triste e indignante es la realidad en las periferias, y no tanto, de la ciudad.

Cuando llegan las cámaras y los micrófonos se bajan las persianas, se cierran las puertas, se corre a encerrarse en la vivienda. Nos tienen miedo a nosotros también, a la prensa, por si les tomamos una foto o una imagen. Sin embargo, si llegás a entablar una conversación y los convencés de que el diálogo es en off, te cuentan cosas que son para una novela, para un policial de Pablo Trappero o Sebastián Ortega. Pero no. Pasa a cuadras de nuestras casas, a veces hasta en nuestro barrio.

Ya no podemos mirar para el costado, ni hacer oídos sordos. Los asesinatos este 2018 ya son más de 135 y no se salva nadie. Ya no es ajuste de cuentas, o un “se matan entre ellos”. El que molesta, tiene un aviso. Ni jueces, ni periodistas, ni políticos, ni nadie se salva de estos salvajes. ¿Qué sigue? No lo quiero saber, quiero que se solucione antes.