Por Jorge Cánepa
«La música es la banda sonora de la vida».
Dick Clark.
Los pibes de barrio Azcuénaga crecimos escuchando a Tchaikovsky, Chopin, Strauss o Manuel de Falla. Era el sonido natural de los atardeceres en el club Libertad. Mientras las integrantes del equipo de patín artístico hacían sus piruetas, sonaban los grandes clásicos que, en discos de pasta de 78 rpm, reproducían los equipos de bocinas, con púas de metal, que duraban ese día.
Fue con el vals brillante en mi bemol del gran Frederick de fondo, cuando sentí que amaba a esa chiquita, de rulos renegridos, que fue mi novia a los ocho años.
La música nos llegó sin que nos diéramos cuenta y se nos metió en la sangre.
En los bailes de los sábados de típica y jazz, adonde me recuerdo hoy, con pantalón corto, peinado con jopo a la gomina, quietito, parado al lado de los pianistas, con el asombro en la mirada y con las melodías que me invadían el alma para siempre.
Las melodías que sonaban en las radios con orquestas en vivo, con guitarristas de la emisora, con cantores y cancionistas, con las peñas de los lunes en el club, en donde se aprendía a bailar folclore con los Hermanos Abalos.
Las de las bandas sonoras de las viejas películas del cine Mendoza, las que se cantaban en la iglesia Pompeya durante los casamientos, las que tocaban los tanos con sus verduleras, la de los pasodobles, las de los gorjeos de Lolita Torres, las del Glostora Tango Club, las de Aurora y el himno a Sarmiento, cantados con el sentimiento que contagiaba la señora rubia desde el piano desafinado.
Era la música a toda hora. Y fue lo mejor. Porque Nietzsche no se equivocó cuando dijo: «Sin música, la vida sería un error».
Porque apunta a lo más profundo del ser, puede cambiar el mundo, derribar fronteras, desmentir soledades, negar el dolor y colorear un sueño.
Nuestra generación creció cantando y silbando. Y así será para siempre. Aún en el silencio profundo, en nuestro interior siempre sonará una melodía que nos dibujará el rostro de un ser querido, un nacimiento, una despedida, un beso robado o algún perfume de flores silvestres, recién cortadas.
Feliz día de la Música para todos, especialmente a los que tienen la dicha de poder tocarla y los que tienen el alma sensible, para disfrutarla.