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martes 23 de abril del 2024

Miedo a todo

Según los mayores, el Barrio Azcuénaga estaba habitado por terroríficos monstruos nocturnos. Nuestra infancia, inocente y crédula, transitó entre relatos fantásticos de hombres que, buenamente, le habían puesto nombre a lo desconocido. Abuelos inmigrantes trajeron leyendas de otros mundos y le agregaron aquí lo que creían ver o escuchar. Aparecieron entonces El Chancho de la Cadena, La Luz Mala, La Llorona, El Hombre de la Bolsa, El Cuco, Los Vampiros, El Dientudo, El Hombre del Gancho y muchos más.

En la iglesia Nuestra Señora de Pompeya nos agregaron el aceite hirviente, la horquilla y el fuego eterno, difundidos por un cura párroco que olvidó el primer mandamiento y, en vez de hacernos amar a Dios sobre todas las cosas, nos llenó de terror amenazando con el infierno.

Del cine Mendoza salimos muchas veces asustados por Quasimodo, Drácula, Frankenstein y las películas de Boris Karloff y Vincent Price. Finalmente, cuando llegó la televisión, apareció Narciso Ibáñez Menta con su Muñeco Maldito, Benito Masón y El Pulpo Negro, entre otros personajes inolvidables. El miedo se instaló, a fuerza de cuentos de sobremesa en noches de tormentas, siempre con tono de realismo, incorporado por el relator de turno.

Entre las creencias populares más difundidas estaba la del Lobizón. Muchos daban por descontado que aquella leyenda era cierta y que el séptimo hijo varón se convertía, los viernes de luna llena, en un perro grande e incontrolable que depredaba todo. Cuando Antonio Tarragó Ros me contó que en Curuzú Cuatiá había sucedido con un policía lo mismo que en el barrio con el Pato y Carozo, nos reímos juntos. Fueron hechos idénticos.

-¿Vos sabés, Carozo, que el Chiva Villarreal es el séptimo hijo varón? -dijo enigmático el Pato.

-Si, ¿y qué pasa? -contestó Carozo distraído haciendo un solitario con las cartas.

-¿No será Lobizón?

La pregunta sonó como una afirmación. El Pato le tenía miedo a todo, pero esta vez podía tener razón. El Chiva era, efectivamente, el hijo número siete, varón, de una familia muy conocida, de gente buena, solidaria y amable. Por un tiempo no se habló del asunto hasta que llegó el primer viernes.

-Hoy hay luna llena, Carozo. Vamos a quedarnos hasta las doce para ver si El Chiva se convierte -propuso el Pato. Y así fue. Se apostaron cerca de la casa de la cortada, sentados en la vereda, y esperaron. Había un silencio pesado y hacía frío. Habían pasado cuarenta minutos de la medianoche cuando Carozo le dio un codazo fuerte en el brazo. El Pato levantó la cabeza y lo vieron: un perro ovejero negro, grandote, se acercaba a los dos únicos habitantes que, a esa hora, permanecían en la calle. Sintieron un temblor en todo el cuerpo, se les secó la boca y casi gritan cuando el perro llegó hasta ellos, curioso, oliendo y jadeando. Carozo tomó coraje y mirándolo a los ojos, con un hilo de voz le dijo:

-Chiva, no importa, nosotros te queremos igual.

-Sí, y siempre vamos a ser tus amigos, Chiva querido -agregó el Pato. Estaban a punto del desmayo, a esa altura arrepentidos de la experiencia que vivían. El perro movió la cola, siguió caminando y se perdió por calle Matienzo, para el lado de Mendoza. El Chiva Villarreal, a esa hora, estaba jugando un campeonato de truco en Amistad y Unión.

El Pato Llana y Carozo Granados eran inseparables. Mantuvieron el secreto de la experiencia vivida cuarenta años, hasta que en un asado, después de varias copas, lo contaron:

-¿Y cuando se me tiraron del árbol los dos mutantes? -exclamó el Pato- Esa noche casi bato el récord de los 200 metro llanos  -agregó decidido a contar otra historia que todos callaron durante tanto tiempo- Yo bajé del tranvía y caminando por el medio de la calle, iba mirando para todos lados. Cuando estaba a dos cuadras de mi casa, desde un plátano frondoso, se me tiraron dos monstruos, gritando con sonidos guturales y gesticulando con los brazos alzados. Seres horribles, envueltos en sábanas blancas y una media de mujer en la cabeza, se me acercaban amenazantes. Yo corrí desesperado, con la mayor velocidad de la que era capaz, salté el tapial de mi casa de un solo envión y me escondí en la cocina. A lo lejos se seguían escuchando los ronquidos furiosos de las criaturas. Al otro día en el café nadie habló del episodio. Los únicos que se miraban con picardía y sonreían eran el Nene Ruscica y el Petiso Dante, pero nunca pude confirmar que habían sido ellos.

Sin embargo una vez ocurrió algo que nunca fue debidamente aclarado. El Pato y Carozo volvían del baile de Echesortu a la madrugada y, como siempre, caminaban por el medio de la calle hablando de fútbol. Discutían si Sanfilippo tenía que ser el nueve de la selección o si Roma se había adelantado en el penal que le atajó a Delem cuando, de repente, empezaron a escuchar un llanto lejano. A medida que avanzaban crecía el sonido de una voz acongojada, quebrada, de alguien que lloraba desconsoladamente. Entonces lo vieron: en la puerta de la casa del Mono Arroyo, una figura, doblada sobre sí mismo, era la viva imagen del dolor.

-¡El Mono! -gritó el Pato y los dos corrieron para asistir al amigo. Cuando llegaron al lado ocurrió lo impensado- No era el Mono. Encontramos a una figura terrorífica, con dientes muy grandes, ojos saltones y una gorra de lana que, con gesto furioso, nos empezó a tirar manotazos, mientras lloraba desconsoladamente -cuentan los dos.

-¡¡La Llorona!! -gritaron, y salieron corriendo, cada uno para su casa. Cuando lo contaron varios de la barra se burlaron pero, por las dudas, por unos días caminaron por otra cuadra.

Así crecimos. Los miedos se instalaron para siempre en casi todos. Primitivos y recurrentes, aparecen todavía como un sello indeleble de una infancia de barrio, lejana y entrañable, llena de seres imaginarios que llevamos con nosotros toda la vida.

No contó con esto el Pato Llana, ya grande y próspero empresario, cuando compró un caballo de carrera, ganador de dos en el Independencia. Lo llevó a su casa de Funes y, haciendo caso a los concejos del cuidador, lo montó como este le indicó, lo taloneó y, apilado, partió por la colectora de la Ruta 9. El jinete amateur, entusiasmado, miró al frente y cuándo sintió la velocidad del poderoso animal en acción, asustado, se tiró. Por suerte cayó sobre un matorral y, con algunos magullones, volvió a pie y prometió no subir nunca más.

Cuando leí la frase escrita en una pared de barrio Parque, sonreí agradecido. Un pensamiento anónimo me había explicado casi todo: Hay que tener cuidado con los miedos, les encanta robar sueños.