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jueves 28 de marzo del 2024

Los simuladores del oeste rosarino

Las facultades nos quedaban lejos. Llegaban pocos y con mucho esfuerzo. Los viejos, que querían cumplir el sueño inmigrante de «mi hijo el doctor», entregados al esfuerzo diario de «parar la olla», impulsaron la educación de sus hijos. En esos tiempos, era primaria y secundaria, para que aspiren después a los trabajos más prestigiados: bancario o ferroviario, o algún empleo en el centro. Algunos llegaron a recibirse y fueron profesionales brillantes. El «Tingo» Baracat, abogado, Rubén Pilla, médico, mi primo Norberto Santarelli, arquitecto y unos pocos más lo consiguieron, con un mérito adicional: el estudio y la vida universitaria no eran temas de conversación entre vecinos. Se miraba a los profesionales como a seres superiores y se les otorgaban privilegios en el trato respetuoso, casi exagerado, pero no se conocía la vida académica y eran pocos los que pensaban que podrían acceder a ella.

Sin embargo, algunos muchachos, advertidos del prestigio que lograban los estudiantes universitarios, acudieron a algunas trampas para parecerse. Y, como siempre, usaban la creatividad de la calle, su escuela de vida, para lograrlo.

Ricardo Mazón, hijo del herrero de Felipe Moré y San Juan que despertaba a todo el barrio martillando fierros, puntualmente a las 6,30 de la mañana, era metalúrgico. El padre le había comprado un acordeón y, cuando llegaba de la fundición donde trabajaba, tenía la obligación de estudiar el instrumento, la teoría y el solfeo. No estaba muy de acuerdo, pero una orden no se discutía:

-Estudiá Ricardo, estudiá. ¿O querés ser obrero toda la vida?

Era rubio, de ojos claros, bien parecido y tenía suerte en los bailes. Sacaba siempre la más linda y era entonces cuando aplicaba su táctica preferida. Era tiempo de mejilla a mejilla y de conversaciones seductoras. Cuando llegaba la pregunta obligada, invariable: ¿Trabaja o estudia?, Ricardo acomodaba la voz y con tono catedrático respondía:

-Estudio medicina. Casualmente ahora estamos viendo el Inhibidor de la enzima convertidora de angiotensina en los tratamientos de presión arterial.

Casi siempre las impresionaba. Quedaban convencidas de haber conocido a un futuro médico. Lo que no sabían era que Ricardo estudiaba, todos los sábados a la tarde el prospecto de algún remedio que encontraba en la casa y lo recitaba de memoria, sin tener la menor idea de lo que quería decir. Cómo podía disimulaba que sus manos callosas tenían algunas marcas rebeldes de grasa, que el jabón Alemandi no lograba borrar. Con el tiempo fue baterista de la orquesta de Orlando Silvio Davó en Granadero Baigorria.

Miguelito Cambría había tenido un paso brillante por la escuela San Francisco Solano de Avellaneda y Mendoza. Figuró en el cuadro de honor por alumno ejemplar y todos apostaban a una exitosa formación profesional en alguna carrera tradicional. Algunos le veían pasta de abogado, otros creían que sería un gran contador. Pero el fútbol pudo más. Abandonó el secundario y se subió al sueño repetido de ser un crack. Jugó en los equipos juveniles de barrio y varias veces intentó llegar a profesional. Era rápido, movedizo, goleador, pero ocurrió lo más común: pasaron los años y no llegó. Quedó, como tantos otros, sin encontrar el reemplazo a su vocación frustrada. Fue mozo, empleado de “La Buena Vista”, levantó quinielas, manejó un torno y mientras tanto, leyó todo lo que caía en sus manos. De a poco se formó, como varios muchachos de su origen, a los ponchazos. Pero ordenó su vida, puso un negocio y le ganó al fracaso.

Cuando era empleado de la gran tienda fue que se le ocurrió. En la liquidación de guardapolvos compró uno. Le hicieron el descuento de empleado y se lo llevó. No le dijo nada a nadie y con horarios distintos, tomaba el tranvía en Matienzo y Mendoza, se bajaba en Avenida Francia, caminaba hasta Santa Fe, siempre con el guardapolvos doblado en el brazo, se lo ponía en la puerta y entraba a la facultad de medicina, como un estudiante más. La entrada es libre, me dijo cuando me enteré.

-Siempre quise saber lo que siente un estudiante universitario. Me meto por todos lados, escucho alguna clase y como no entiendo nada, camino por los pasillos con las manos en los bolsillos y me voy. Es lindo, te saludan todos y !hay una minas! El otro día enganché una petisa rubiecita. Salgo el jueves.

En el que en aquella época era el Pasaje Central vivía Chachá. Todos lo conocían por el seudónimo porque el renegaba del nombre con el que había sido bautizado: Floreano. No le gustaba y nadie lo llamaba así. Cuando se presentó junto a su hermano Chiche a la revisación médica para participar de los primeros campeonatos Evita, se paró adelante de la mesa de recepción y escuchó: ¿Nombre completo?. Quedó petrificado, sin respuesta. De repente se dio vuelta y le gritó al hermano que estaba afuera:

-Chiche, ¿cómo me llamo yo?

Chachá era un atleta. Era boxeador y basquetbolista, pero el fútbol no era su fuerte. Como tenía un físico privilegiado, una vez intentaron hacerlo arquero y lo pusieron en un partido. La pelota no había llegado al arco, pero en una jugada, adentro de su área, un delantero rival petisito pateó fuerte y la pelota le rebotó en el pecho. Chachá se sintió agredido y gritando ¿¡Qué hacés, infeliz!? lo corrió. El chiquito era rápido pero el morochazo lo alcanzó. Se lo sacaron como pudieron, lo calmaron, lo cambiaron y nunca más lo pusieron. Lo que nadie entendió nunca fue su decisión de simular ser sacerdote. Chachá Lutman se ponía un suéter negro sobre la camisa blanca cerrada, pantalón y saco negro y, con una Biblia grande bajo el brazo, subía a los tranvías y colectivos y hasta llegó a ir al cine Mendoza, a la función de la tarde. A veces sacaba un rosario que llevaba en el bolsillo y lo besaba. Todo terminó un día que el Loco Pica le gritó: Ahí viene el Padre Floreano. Estuvieron boxeando una hora al lado de la estación Rosario Oeste.

En el barrio usaban chaquetilla permanente los farmaceúticos, los masajistas y los enfermeros. Los bancarios andaban de traje y corbata, siempre, y los ferroviarios lucían los uniformes provistos, con orgullo todo el día. Algunos compraban libros de Stanislavsky y simulaban ser actores, otros vivían sus sueños de cantores, se peinaban como Gardel y se presentaban en los concursos. Algunos creyeron ser el gran Liberace, otros sabían tomar la presión y se dejaban el estetoscopio colgando todo el día. Tirifilo repartía diarios y revistas en bicicleta y, con su cuerpo esmirriado, se sentía jockey. Gritaba: ¡Pegue, Tiri, moviendo la fusta imaginaria en la mano derecha mientras hacía el movimiento de «apilarse» sobre el caballo, como si estuviera llegando a la meta.

Al cabo, mirando de lejos, se ven claramente los gestos de inocencia, de ingenuidad, de una simpleza conmovedora, casi infantil. Eran felices todos juntos. No había diferencias. Con los límites que da la pobreza, vivieron con un código poderoso: dejar soñar a quien quisiera, sin revelarle que se le veía el piolín de la careta.

Cuento del libro “Un hombre valiente y otros sueños de barrio”, de Jorge Cánepa.