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viernes 29 de marzo del 2024

Hoy dan tres de cowboys

Cuando se empezaban a apagar las luces, ante la inminencia del comienzo de la película, el corazón me latía más fuerte. Se iban borrando de a poco las caras conocidas, se olvidaba el olor a desinfectante y, en la penumbra de aquella sala con asientos de madera y techo altísimo, se renovaba el rito semanal del reencuentro con los sueños.

Cuando murió el Cine Mendoza, corazón de barrio Azcuénaga, algo nuestro se fue con él. Llegábamos caminando, siempre con alguien y preparados para una función interminable. Tres películas y sus intervalos nos retenían más de seis horas. Entraban señoras con comidas, tortas, masitas y algunas bebidas para sus hijos. Otros elegían algún sándwich en el bufet, armado debajo del telón, o le compraban al bombonero. Maní con chocolate. Bombón heladoooo voceaba el petiso Farhat, que a la salida se jugaba lo que ganaba al pase inglés, a las cartas o al casín. En la entrada vendía maní caliente un viejito con una rara habilidad: hacía cucuruchos con papel de diarios, casi perfectos, y los entregaba bien llenos, con una dulce sonrisa y un gesto inolvidable, de hombre bueno.

El cine cerró en 1971. Fue fundado en 1930 y siempre tuvo la magia y el encanto de las cosas simples. Todavía se extraña. Un cine de barrio. Un lugar donde depositar el alma, una vez por semana.

En el Mendoza vivía una familia que se ocupaba del mantenimiento. La casa era el viejo escenario de teatro que quedaba cubierto por la pantalla. Cuando alguien se movía en la improvisada vivienda, las sombras aparecían nítidas detrás, recortadas, y se mezclaban en un segundo plano delirante. Los primeros gritos siempre eran para ellos. Quédate quieto, Roberto, le decían, mientras Gary Cooper iba rumbo al duelo de “A La Hora Señalada”.

Con las películas de cowboys había un problema. Los hermanos Ruszica eran hinchas de los indios. Cuando aparecían las cabecitas del cacique y sus guerreros sobre los cerros, hostigando a los azules del ejército y preparando el asalto, Nenun, Toquito y el Nene, gritaban y alentaban zapateando y aplaudiendo ansiosos. ¡Vamos Toro Sentado viejo nomás! ¡Aguanten los Comanches! Pero el cine norteamericano nunca los hizo ganar. Siempre venían los refuerzos y los indios terminaban mal. Cuando sonaba la corneta del batallón que avanzaba, los Ruszica percibían lo peor. Entonces, sufriendo por la injusticia, hacían un escándalo,  gritaban y si tenían algo a mano, lo arrojaban a la pantalla en señal de disconformidad. ¡Asesinos, asesinos! vociferaban a coro. Fueron echados varias veces.

Sin embargo, fue con otro tipo de película que se desató el escándalo más grande en el viejo Mendoza. “Sucesos Argentinos”, el informativo de la época, aquel del jinete a caballo que avanzaba a la cámara y lo hacía parar en dos patas, mostró una actividad del gobierno de la Revolución Libertadora en la que aparecían el general Aramburu y el almirante Rojas. La rechifla general fue atronadora. El público del barrio reaccionaba indignado ante las imágenes de los que habían derrocado a Perón. Fue ruidoso, pero no pasó de allí. En la segunda función varios sacaron la entrada y entraron de nuevo. Esperaron pacientemente hasta que volvieron a dar el noticiero y entonces sí, las protestas tomaron otra forma. Fueron gritos, silbidos y proyectiles.  Un adoquín sacado de la vía del tranvía, voló y agujereó la pantalla. Se encendieron las luces y entró la policía para desalojar la sala.

-Yo tenía 14 años -cuenta el Gaucho Basterrechea:- Cuando salimos nos estaban esperando con varios furgones policiales. Fuimos todos presos, mayores y menores. No hubo contemplaciones. Yo tuve suerte. Mi tío era el comisario de la seccional y me largó rápido. A la mayoría los llevaron a la jefatura y les pintaron los dedos. Por algunas semanas reemplazaron “Sucesos Argentinos” por un noticiero español y, durante un tiempo, las películas se proyectaron en una pantalla de latón, pintada de blanco.

El cine nunca cambió el proyector ni tuvo sonido estereofónico, pero su humilde instrumental fue escuela de operadores. Todo estaba en manos de un verdadero artista: don Luis Confalonieri, un fanático del oficio. El formó a una gran cantidad de jóvenes en la sutil tarea del proyectorista, que fueron sus alumnos y continuaron trabajando en casi todos los cines de Rosario.

Confalonieri era un artesano, con ideas progresistas y un talento singular. Al maestro hay que escucharlo concentrado, con las luces apagadas» decía cuando reunía a sus «discípulos», en un improvisado recinto que había armado en su casa. Apagaba todo y ponía al máximo volumen los tangos de Osvaldo Pugliese. Pañuelo al cuello, mameluco blanco, pelo largo y abundante lectura, lo convertían en líder de su grupo de amigos, casi todos más jóvenes.

-¡Dale, Luis, otra vez la misma milonga! -gritaban los muchachos en el cine cuando el celuloide, frágil y difícil de manipular, se cortaba. ¡Ya va, ya va!  respondía desde su cabina el operador. Cuando volvía la película, depende del daño que había producido el corte, seguía con varios minutos menos. Decía el Lulo exagerando: Fui a ver “Duelo de Titanes” al Mendoza. Se cortó tantas veces que Burt Lancaster y Kirk Douglas, no aparecieron.

El cine del barrio les dejó marcas para toda la vida a los más sensibles. Tito Marra, el relojero y joyero que vio crecer su negocio con el paso de los peones golondrinas que volvían de la cosecha y paraban en la estación Rosario Oeste, tenía memorizado datos singulares. Conocía el nombre de todos los caballos de los cowboys y los repetía orgulloso: Roy Rogers y su caballo Tigre, El Llanero Solitario y Silver, Gene Autry y Campeón, William Hart con Rey de Plata y así todos los demás. Alguna vez confesó que había visto tantas veces a sus ídolos que alguna vez se sintió cabalgando con ellos. Es como soñar despierto, murmuraba. Así Pica fue Jerry Lewis, Rampulla fue Cantinflas, Vassano fue Gary Cooper, Chichín fue un Mosquetero, Armandito gritaba como Trazan; algunos fueron Sandrini, otros cantaron con el Bettinotti de Hugo del Carril o se emocionaron con “La barra de la esquina” y Alberto Castillo.

El Mendoza no está más. Hoy en el viejo galpón, hay una cantina. Siempre hay fiesta, baile, bullicio, gente que se esfuerza por divertirse, y algunas veces lo consigue. Suele haber stripers, odaliscas y cotillón y se baila hasta la madrugada.

Aquella ilusión inocente que nos ayudaba a soñar, que nos hizo llorar y reír y que nos permitió, por un rato, ver las cosas como queríamos que fueran, ya se fue. La soledad entre muchos y el aroma del maní caliente, el grito victorioso de un final feliz y el roce de dos manos en la penumbra, iniciando el amor, vuelven a veces cuando suena “Canción Inolvidable”, la melodía de la película que contó la tumultuosa vida de Frederic Chopin.

Cuento del libro “Un hombre valiente y otros sueños de barrio”, de Jorge Cánepa.