20°
viernes 26 de abril del 2024

Historias y realidades de los comedores comunitarios de Rosario

Daiana tiene 24 años. Nació en Chaco y a los siete viajó a Rosario con su familia, o una parte. “Por violencia de género nos vinimos”, explica. Pasó su infancia cuidando a sus cuatro hermanos y a su mamá, pidiendo monedas en la calle y en los semáforos. “Pasé muchas experiencias malas”, dice. “Cosas que pasan cuando estás en la calle. Pero tuve suerte”. Daiana cuenta lo justo. El detalle no es necesario. Lo que sea que pase cuando sos una niña y vivís en la calle alcanza para que no quieras que nadie lo vuelva a pasar. Eso, al menos, sintió y siente esta joven, que poco cuenta pero mucho hace y que desde febrero abre todas las puerta de su casa para que nenas y nenes del barrio vayan a tomar la leche. Empezaron siendo 20. Ahora son 200.  

“Si tuviésemos un horno, podríamos hacer de todo”. Zulma se ríe del otro lado del teléfono. Una mezcla de ternura y resignación cruza el auricular, de una punta a la otra de Rosario. Ella también vino desde Chaco, pero hace ya 50 años. La mujer tiene 72 y cocina todos los días en zona oeste, para unas 200 personas. Los lunes y los viernes prepara la cena; los martes, miércoles y jueves la merienda. Para cumplir con su deber de madraza del barrio Moderno, cuenta solamente con una olla de 117 litros, una hornalla, un grupo de mujeres solidarias y las donaciones que recibe de sus vecinos y compañeros. “Es toda una organización”, dice tras soltar una risa cómplice que vale por mil detalles.

Las historias de Zulma y Daiana aparecen poniendo una lupa en los barrios de Rosario. No es necesario siquiera ir a los rincones de la ciudad. Son cientas las historias similares y muchas difícilmente entran en las estadísticas. Un comedor o merendero no tiene por qué ser sólo el que está bajo la órbita de los gobiernos, partidos u organizaciones, sino también la casa de cualquier vecino que invita a compartir un plato de comida. Eso es lo que pasa ahora. Lo cierto, lo que rescata cada referente consultado por Rosario Nuestro, es que son cada vez más. Con las características que sean, pero cada vez más: las puertas abiertas y también las familias enteras que necesitan todos los días una taza de leche o un plato de guiso.

Cada vez más, y más colmados

Desde la Secretaría de Desarrollo Social de la Municipalidad confirmaron a Rosario Nuestro que la demanda en centros comunitarios “creció en algunas zonas”. También aseguraron que “hasta el momento la situación se puede manejar”. Lo concreto es que el Estado local subsidia a 195 centros comunitarios. El subsidio consta de una transferencia de dinero para la compra de los alimentos. Esa cantidad de dinero varía según cada caso, porque cada centro comunitario es particular. También existe la Tarjeta Única de Ciudadanía, que se otorga a individuos y a través de la cual el Estado transfiere dinero para la compra de productos relacionados a la canasta familiar. En este momento hay activas 55622 tarjetas.

“La cantidad de familias que solicitan raciones de comidas en los barrios se ha duplicado”, sumó Gerardo Boggino, militante del Movimiento de Trabajadores Excluidos. “Nosotros estamos en diálogo con otras organizaciones y sabemos que el escenario se repite en todo el país”. Boggino explicó que los comedores y merenderos se abren espontáneamente en los barrios. “Por cuenta y necesidad de los vecinos. Ya no se espera al Estado para la ración. Nosotros nos enteramos y nos acercamos como Movimiento para aportar lo que se pueda y distribuir la mercadería lo mejor posible”.

Un número sale rápidamente del diálogo con distintos espacios y organizaciones que se mueven en los barrios. Todos coinciden en que los comedores y merenderos albergan entre 150 y 200 personas diarias por turno para recibir una ración. No obstante, aclaran que algunos recibe hasta 400 personas por colación.

Lo cierto es que la demanda crece en varios sentidos. Por ejemplo, ya no son sólo niños, sino familias enteras. Ya no es una olla para abastecer la demanda del barrio, sino que son dos que llegan con lo justo. O faltan. Ya no son lugares de encuentro para merendar o comer. “Ya no se da abasto”, remarca Boggino. “Ya ni siquiera se pueden hacer turnos. La gente busca su porción o para su familia y la comen en su casa”.  

Franco Trovato Fuoco

Involucrarse para combatir el hambre

Daiana egresó de la escuela secundaria N°539 de Nuevo Alberdi. En el mismo edificio, ubicado en Vieytes 2953, funciona la escuela primaria N°133. Los chicos de esa institución son los primeros que se acercaron al merendero de la joven chaqueña. Después, se sumaron los docentes a colaborar. Cintia Pérez es una de ellas. “Nos involucramos porque veíamos las necesidades de nuestros alumnos”, contó a Rosario Nuestro.

Pérez explicó que en la primaria funciona una copa de leche y un comedor. Y que las raciones alcanzan. El problema es el después. “Los chicos llegan muertos de hambre al desayuno o a la merienda porque pasaron la noche o la mañana sin comer nada. Los lunes eso se notaba mucho, cuando venían después de pasar un fin de semana andá a saber con qué”. Cuando se enteraron de la copa de leche de Daiana, la joven ya no recibía 20 sino a 70 niños. Los docentes se sumaron hace cinco meses y enseguida fueron 100. Ahora son 200.

Los alumnos de la primaria de la calle Vieytes no son los únicos que van. Los de la secundaria también se acercan al igual que los docentes – que colaboran – de las escuelas N° 1226, de barrio Cristalería, y la N° 1400, en la zona cero. “Las madres de escuelas privadas de la zona se sumaron con la ayuda. Se agruparon grado por grado y mensualmente colaboran. Los vecinos y vecinas también”, añadió Pérez.

La mercadería del comedor de Daiana llega por donaciones de los vecinos. También reciben un subsidio mensual de tres mil pesos, que suma pero no alcanza. El merendero funciona en la casa de la joven los lunes, miércoles y viernes a las 17. “Por ahora no pudimos hacer un comedor. Sabemos que la merienda no es lo mismo que comer, pero no nos dan los números para eso”, remarca Cintia. Como no hay lugar para tanta gente, los chicos se llevan la leche y la toman en su casa. No sólo la toman: la comparten en una mesa con sus hermanos, con su mamá, con su papá. Los sábados, además, se hace un desayuno.

Los docentes que colaboran lo hacen después de su jornada laboral. Cintia tiene tres trabajos y en cada blanco que encuentra en el día hace lo que puede para el merendero. “Hay una realidad: no nos gusta la asistencia. A la gente tampoco, cansa que te den siempre. Pero también es una realidad que ya no hay trabajo. Hay algunos subsidios, pero se perdió la changa. Cuando llegan los chicos muertos de hambre a la escuela, cuando las familias no tienen un peso, no se puede ser indiferente. Una dice ´bueno, si estamos formando esta niñez, no nos quejemos después´”.

Franco Trovato Fuoco

“La copa de leche siempre estuvo»

La calidez norteña que trajo Zulma no se quedó en el tiempo. La mujer habla y pareciera que su sencillez se renueva en cada palabra y en cada risa o suspiro que dicen lo que ella no sabe cómo decir. La mujer parió 17 hijos y adoptó 2. “Y están los nietos”, dice, sin contarlos. También están las personas que la adoptaron a ella, que son un montón dispersas por la ciudad. “Si querés hablar de comedores, hablá con mami Zulma”, aconsejó un militante barrial a Rosario Nuestro.    

El comedor de Zulma está en Barra y Saavedra, zona oeste de Rosario. Funciona en un salón que le prestó una de sus nietas. “Antes funcionaba en mi casa, pero hubo un momento en que no dábamos para más porque tengo casi 200 chicos que van. Entonces mi nieta me ofreció ese lugar. Ella y un montón de mujeres trabajan conmigo”, cuenta la mujer.

Primero dice que siempre fue militante. Después, que en medio de esa militancia de toda la vida, se sumó al Movimiento Evita. Y con eso llegó la leche. “Primero no era mucho. Media olla, más o menos. Hubo épocas, cuando había más asignaciones y subsidios que muchos dejaron de venir. Pero igual, siempre venía alguien. Por eso no lo dejamos nunca. La copa de leche siempre estuvo”.

Los últimos años la gente empezó a buscar a la mujer. Cada vez más vecinos se anotaban para recibir algo para comer. Entonces llegó la mudanza al salón de su nieta- que está a una cuadra de su casa -, y el salto: además de leche, un plato de comida dos veces por semana. Zulma se embarra de realidad todos los días y la puede describir con precisión: “Lo que yo veo es que hay gente sin trabajo. Y que la plata no alcanza para comer. A muchas personas no les gusta ir al comedor o mandar a sus hijos. La gente siempre tuvo vergüenza, pero hoy no, hasta vienen de otros barrios. Y no le podes negar la comida a nadie porque es lo único que tienen”.

El comedor de Zulma funciona con una hornalla y mucha organización. Con una hornalla y una olla hacen la leche, el mate cocido, el arroz con leche; hacen tortas fritas, rosquitas y pirulines; hacen polenta, arroz, guiso. “El otro día nos mandamos un puchero. Estaba divino. Tenía zapallo, calabaza, camote”, dice, y del otro lado del teléfono se siente el olor y el sabor de la comida casera. 

Son 200 personas las que van a su comedor. Cada madre lleva una olla o una jarra y le corresponde una cucharada y media por miembro de su familia. En el salón no hay espacio para comer, entonces la familia comparte la merienda o cena en su casa. La mujer tiene en un cuaderno todo anotado: quién va y quién no, y una copia del documento de cada persona registrada. “Es una forma de asegurarnos de que la gente va a venir. No podemos cocinar para después tirar. Tenemos todo claro, ordenado. Si no hay orden, no hay nada”.

Unas 16 mujeres ayudan a la madraza a cocinar. A la mañana hacen “las tortas fritas o lo que sea”, a las tres de la tarde largan la leche, a las cinco ya pasan las familias a retirar su porción. Los días que toca hacer comida, se juntan a las cinco de la tarde. Empiezan a pelar temprano y a las 20 ya está la olla lista para que los vecinos retiren su porción. La mercadería llega con la ayuda que cada quien puede aportar. “Hay vecinos que tienen el salario complementario y cuando lo cobran, nos dejan cien pesos. Es poco, pero juntandolo podemos hacer varias cosas. Tenemos gente que trabaja en el mercado y nos traen cosas, como papas o cebollas. Un poco cada uno y nos arreglamos”.

Las personas que trabajan con Zulma se acomodan para tenderle una mano una o dos veces por semana. Ella va todos los días. La mujer exclama cuando se le pregunta si está todo el tiempo. La expresión alcanza para entender que sí, pero ella va por más. “Ya es mi maña”, dice risueña y revelando otra vez su paso fugaz pero determinante por el Norte, por el Chaco. “Si no estoy haciendo algo, me siento más enferma que nunca”.  

Franco Trovato Fuoco

“Siento que hago las cosas bien”

Daiana empezó a invitar a los chicos del barrio los días sábado. Corría los muebles de su casa, preparaba la leche y ponía una película. Los chicos comían y se iban. Después sumó los lunes, los miércoles y los viernes. “Se llevan la merienda a su casa. Yo ví que ellos estaban en una situación parecida a la mía cuando era chica. Por eso decidí ayudarlos con lo que pueda, para que no pasen lo mismo. Ellos llevan la leche a su casa y lo comparten, no quiero que estén en la calle. Menos las nenas”.

“Pienso que si cuando yo estaba en la calle hubiera tenido un lugar así donde recurrir, pedir algo de comida, algo por el estilo, todo sería distinto. La niñez en la calle me marcó mucho”, cuenta. La joven de 24 años vive con su marido, que trabaja de jardinero de lunes a viernes. Los sábados a la mañana, él se suma a colaborar. “Está a la par mía”, remarca. Tiene, además, tres hijos: de siete y cuatro años, y de diez meses. Ella no trabaja. “Sólo me dedico a los chicos”. Ella y las demás madres que colaboran en el comedor hacen rosquitas y las venden en el barrio a $40 la docena. Con eso, cada una se lleva un peso a su casa.

Daiana no para de sorprenderse. Nunca pensó el alcance que su gesto iba a tener. “Son muchas las personas que se engancharon y vienen a ayudar. Lo que yo siento es que no estoy sola, que son muchos los que quieren hacer algo. Me hacen sentir que hago las cosas bien”.