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viernes 19 de abril del 2024

Esa parte nuestra que se va con lo que perdemos

Es difícil encontrar una manera no trágica de hablar de las pérdidas. Para hacerlo más liviano puedo plantear que hablemos de las pérdidas de objetos, no de cualquier objeto, sino de esos que apreciamos y atesoramos entrañablemente. Si me voy al otro extremo y siendo más bien existencialista, puedo decir que la vida es una sucesión de pérdidas y que saber vivir implica aprender a lidiar con ellas lo mejor posible.

La idea de compartir reflexiones sobre los objetos perdidos, en principio, surgió a partir de situaciones cotidianas que vivencié últimamente, y que me recordaron cómo las pérdidas imprevistas de objetos nos hacen dar cuenta de lo prescindibles que eran en nuestras vidas, o dicho de otro modo, de cuánto estamos acostumbrados a sobrevalorarlos.

En mi último viaje a Buenos Aires, extraviamos un bolso con zapatillas y unas botas. Nada del otro mundo, nada grave, nada trascendente. No obstante, cuando llegué a casa y noté no tenía más mis tan preciadas botas, me invadió por un momento una sensación de desasosiego que requirió todo un proceso cognitivo deliberado para aceptar esa pérdida fortuita, (evitable pero posible), que implicó poner en su justo valor el hecho, dimensionar que se trataba sólo de un calzado, aunque condensara toda una serie de recuerdos, todo un significado personal implicado en los criterios de elección, y en definitiva, una connotación emocional asociada a mi biografía. De todo eso nos despedimos cuando perdemos un objeto, no de lo material, no de su valor económico sino del valor subjetivo.

Esto nos pasa una y otra vez, cuando perdemos algo, cuando arruinamos involuntariamente una cosa, cuando nos roban algo… quienes han sufrido robos saben de la impotencia de sentir que una parte de nuestro mundo interior se va con los objetos sustraídos, sin mencionar la violación a la intimidad que implica la irrupción de delincuentes en la propia casa. La invasión de ámbitos psicológicamente percibidos como “seguros” nos deja con un profundo desamparo durante largo tiempo, porque sentimos que ya no hay espacios donde relajarnos. Afortunadamente, los humanos tenemos la capacidad de regenerar la confianza una y otra vez, y más tarde o más temprano, según la resiliencia de cada uno, volvemos a sentirnos relajados.

Pero cuando pasan esos episodios, si no hay otro tipo de pérdidas para lamentar (las verdaderas pérdidas que tienen que ver con la vida o la integridad psicofísica de las personas), y si somos capaces de procesar correctamente la información sobre lo que aconteció, llegamos a darnos cuenta de que podemos y siempre pudimos vivir sin esos objetos. Si vemos a nuestro alrededor, encontramos a los seres queridos con cuyas representaciones investimos esas pertenencias, y vemos que no necesitamos nada más. Y si en ese entorno ya no encontramos a esos seres cuyo simbolismo quedó plasmado en esos elementos, también nos damos cuenta de que ellos están en nosotros, no en esas cosas, y que los recuerdos y los afectos están intactos y nadie nunca jamás podrá quitarlos de nuestra historia. Entonces nos vuelve la paz interior, incrementada por el ejercicio del desprendimiento.

Hay ciertos axiomas que debemos tener siempre presentes… todo no se puede, no podemos controlar todo, y el mundo no es un lugar justo… se podría escribir un libro sobre cada uno, pero la aceptación puede comenzar por intentar repetirlo en el diálogo interno cual mantra en los momentos abrumadores, para que gestionar la frustración pueda agobiarnos menos.