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jueves 18 de abril del 2024

El parricidio de los Schoklender: Incesto, traición, fuga de película y expiación

Nota: Rodolfo Palacios para Infobae

Una noche, hace dos años, Sergio Schoklender cenaba con dos personas en una parrilla de Rosario. Antes de ver el menú, avisó que no podía pagar la cuenta porque estaba embargado por la Justicia. Comieron vacío, chorizo y ensalada mixta.

En la sobremesa, mientras comía un flan con dulce de leche, Schoklender habló con entusiasmo sobre su experiencia en la política. De sus viajes, de sus charlas con Néstor Kirchner, de su encuentro con Fidel Castro y Hugo Chávez, de sus visitas a Casa Rosada.

En un momento, uno de los comensales lo interrumpió para hacerle una pregunta, sin anestesia:

—¿Al final es verdad que mataste a tus padres? Se han dicho tantas cosas…

Schoklender lo miró sorprendido, pero sin enojo. Dio un sorbo a la copa de vino y respondió:

—¿Todavía insisten con ese tema? Pasaron muchos años. Yo hice muchas cosas más. Fui uno de los creadores del Centro de Estudiantes de Devoto, el impulsor de la Universidad de las Madres, luché por la reivindicación como símbolo del pañuelo blanco. Planifiqué obras para los más necesitados. Armé grupos de militancia. Contacté a Hugo Chávez con Kirchner. Fui decisivo en la visita de Fidel a Buenos Aires. Hasta denuncié a los corruptos. ¿Te parece poco? Pero siempre preguntan por eso que pasó. Te ponen el mote de parricida aunque no lo seas. Y todos estos años me quemé las pestañas. Ya está. Es un hecho irremediable.

Ese hecho irremediable fue descubierto el 30 de mayo de 1981, a las once de la mañana. Unos niños jugaban en Coronel Díaz, entre Pacheco de Melo y Peña, en pleno Barrio Norte, cuando vieron que del baúl de un Dodge Polara metalizado oscuro salía un hilo de sangre. Asustados, fueron a decirles a sus padres, que llamaron a la comisaría 21.

Poco después llegaron cinco patrulleros, tres grúas y dos camiones de bomberos. El lugar fue cercado para evitar el acceso de periodistas y fotógrafos, aunque algunos de ellos pudo pasar con astucia y sin ser descubiertos.

Todo el país seguía el caso con devoción. Era el año de la frase «el que apuesta al dólar pierde» (de Lorenzo Sigaut), del título del Boca de Maradona y del éxito de la novela Herencia de amor.

Los peritos encontraron, en el baúl, los cuerpos del ingeniero Mauricio Schoklender y su esposa Cristina Silva. Estaban envueltos en sábanas y sus cabezas cubiertas con toallas y bolsas de residuos.


Horas después, se informó que el sumario reflejaba dos acusados: los hermanos Sergio (23 años) y Pablo Schoklender (20).

Era el horror de una familia de clase media acomodada. Todo parecía haberse hecho añicos, sobre todo el tiempo feliz en que los Schoklender vivieron en Tandil. Sus hijos fueron a la escuela, el ingeniero Mauricio era gerente de la metalúrgica Tandil y su esposa Cristina era una actriz de la línea de Nuevo teatro, cuyos referentes eran Alejandra Boero y Pedro Asquini. Mauricio y Cristina se habían casado el 7 de julio de 1955. Sergio llegó al mundo el 30 de mayo de 1958.

Hay fechas que nacen como dicha y reaparecen como tragedia: un 30 de mayo, el día que parió a un hijo, esa mujer iba a ser asesinada. Por su propio hijo.

Las dudas del parricidio

«En un principio no se los tuvo como sospechosos. Es más, llamamos de la comisaría a la casa de los Schoklender y les dijimos que había ocurrido un accidente. Atendió uno de ellos, pero no se presentaron en la comisaría», dijo en su momento el juez Juan Carlos Fontenla.


Las primeras en declarar fueron las novias de Sergio y Pablo, Nancy y Juana. El relato coincide: dijeron que el domingo 30 los cuatro almorzaron en un restaurante. Pablo vivía en un hotel. Luego fueron a la casa de sus padres, en la calle 3 de febrero 1480, en Belgrano. Ellos no estaban. Mientras Pablo y su novia subieron a una habitación a dormir una siesta, Sergio y la suya prepararon la torta. Cuando estaban por sentarse a una mesa para celebrar, sonó el teléfono. Era la Policía. Los hermanos deciden acompañar a las chicas hasta la parada del colectivo. Ellas volverán a verlos días después a través de las fotos de las tapas de los diarios.

La hermana de Sergio y Pablo, Valeria, fue interrogada por la Policía (que por entonces tenía esa facultad) y quedó fuera de sospecha. En la actualidad se cambió el apellido.

El encargado del edificio contó a los investigadores que los Schoklender eran una «familia modelo».

«Sergio era parecido al padre, en cambio Pablo es más juguetón. Eran muy unidos. Cuando el ingeniero Schoklender salía a la calle, los dos lo rodeaban, uno de cada brazo», declaró el portero.

Al mismo tiempo que los hermanos estaban prófugos, los diarios y las revistas los llamaban «chacales en las sombras», «siniestros parricidas» o «hienas desalmadas» capaces de matar a sus propios padres.

El libro Yo fui testigo, de Ricardo Halac y de Cernadas Lamadrid, lo simboliza en este fragmento:

«La leyenda negra de la familia crecía por minutos: madre alcohólica, drogadicta, sensual, descarriada, libidinosa, padre homosexual. Pablo con problemas de conducta desde la infancia. Triángulo amoroso entre los mencionados».

Días después, Pablo declararía a la revista 7 Días sobre el presunto incesto con su madre.

«Eso me tiene mal, es desagradable y chocante. Es ahí cuando se te cruzan todos los cables y no entendés más nada. Todos los valores se te van por la borda. Sentí desesperación, la amenaza estaba, aunque fueron unos episodios aislados. Sólo una vez vino en camisón y borracha a mi cuarto, abrió la cama, se metió y apretó su cuerpo contra el mío. Mamá no fue mi madre, fui su amigo, su confidente. Siempre contaba que su padrastro la violaba cuando tenía ocho años. Vivía con la idea fija del sexo, tenía una vagina en la cabeza».


La abuela materna de los hermanos declaró a la revista Gente una frase que encierra un misterio aun irresuelto.

«A Sergio siempre le gustó la vida sana. Era como un padre para Sergio y Valeria. Hizo un viaje a Misiones del que volvió raro. Buscaba un camino espiritual, hacer algo por los que menos tenían. Quería inventar y construir. Hasta se puso a armar barcos en Montevideo. Con uno de ellos quería llevarme de paseo. De chico los dos eran buenos, aunque sus padres los castigaban por cualquier cosa. Mi hija tomaba mucho alcohol, pero es mentira que era promiscua. Con el tiempo, cambiaron. Algo o alguien le infiltró un extraño veneno».

El 2 de junio de 1981, Clarín dudó de la autoría de los crímenes. Lo explicó en seis puntos:

*Parece sombroso que Sergio Schoklender lograra, sin ningún cómplice, deslizarse durante la madrugada del domingo al dormitorio de sus padres, sorprenderlos dormidos y ultimarlos a golpes y estrangularlos.

*Neutralizar a su padre, un hombre de 1,75 y de vigor físico.

*Matar posteriormente a su madre sin que ella gritara pidiendo auxilio, en un barrio tradicionalmente silencioso.

*Persuadir a su hermano, induciéndolo a trasladar los cuerpos en ascensor al garaje del edificio para ubicarlos en el baúl del Polara. La familia tenía también una cupé Chevy blanca.

*Conducir el Polara hasta la calle Coronel Díaz antes de darse a la fuga. (Un testigo afirmó haber visto a un hombre manejando ese auto, ¿dónde lo esperaba el hermano?).

*Emprender ambos la fuga.

El prestigioso psiquiatra forense Mariano Castex, que conoció a Pablo en la cárcel, avala esas sospechas ante Infobae. «Por empezar, la autopsia refiere que el elemento que golpeó a las víctimas no es la barra que dicen que agarraron los hermanos para matar. Conocí más a Pablo, me parece un muchacho sensible que pasó todo tipo de tormentos en la cárcel».

Avión, caballo y sexo

Esos días, los Schoklender parecían inmersos en un western con final abierto. Dieron vueltas por la ciudad, en el otro auto familiar, fueron a cenar a un restaurante de la calle Montevideo y a la madrugada decidieron alquilar un taxi hacia Mar del Plata. Allí fueron al Gran Hotel Dora, cerca del centro, se bajó Pablo y, con identidad falsa (Pablo Fogel) pidió una habitación doble.

Mientras tanto, Sergio fue al aeroclub a intentar alquilar una avioneta bimotor, pero no estaba el dueño.

Volvió al hotel, ocupó la habitación de Pablo y juntos leyeron los diarios. «Hallaron asesinados a un industrial y a su esposa en el baúl de un auto», era uno de los títulos de tapa.


Al otro día, Sergio descartó huir en avioneta porque el dueño le dijo que obligatoriamente debían pasar por la Aduana. Los hermanos no se desanimaron. Pensaron un plan extraño y delirante: citaron en el hotel al publicista Abraham Vininsky. Le dijeron que representan a la industria Náutica Volser y que querían lanzar al mercado una nueva línea de lanchas. Necesitaban con suma urgencia cuatro modelos, dos hombres y dos mujeres. Y la idea es organizar una cena para 300 personas para exhibir las lanchas y ejecutar un plan publicitario. Pero al otro día, cuando el publicista fue al hotel con los modelos, los hermanos se habían separado.

Sergio compró un caballo y Pablo fue a comprar pasaje de tren porque pensaba irse por el norte. De casualidad se encontraron en la peatonal San Martín, se mezclaron con la muchedumbre (nadie los reconoció pese a ser los hombres más buscados del país) y cada uno siguió su rumbo.

Sergio pasó la noche en un hotel con una mujer que conoció esas horas. Tuvo sexo toda la noche. Al otro día compró ropa de gaucho, botas de montar y un caballo.

Desde Camet fue hasta la localidad de Cobo, a unos 30 kilómetros de Mar del Plata, como un forastero de un Western de Sergio Leone. El revólver lo llevaba en la cintura.

Entró en el Viejo Almacén, tomó de más y habló de los crímenes de sus padres. Entre el dueño del local y su empleado, lo golpearon, lo amordazaron y lo maniataron. Terminó encerrado en un galpón.

Cada tanto le sacaban la mordaza y lo interrogaban, como si fueran policías.

—¿Carajo, pibe, por qué mataste a tus viejos?

Se turnaban para cuidarlo mientras uno de ellos fue a la ruta 2 a ver si pasaba algún patrullero. Se descuidaron y Schoklender logró escapar. «Cosa de mandinga, este es Houdini», se sorprendió el cantinero.

Schoklender abandonó el caballo y su arma. Pasó la noche cerca de un puente, al costado del arroyo Vivorata. No tenía energía. Se levantó y fue a la ruta a hacer dedo. Pero el único auto que se detuvo y lo subió fue un patrullero.

—Es como una criatura atormentada, podría ser mi hijo —dice uno de los policías que lo detiene.

Su hermano fue detenido dos días después en Tucumán. Aunque no se había puesto de acuerdo con su Sergio, Pablo también compró un caballo para huir. No faltó un psicólogo que dijera, ante un periodista sorprendido, que el caballo era un símbolo de la sexualidad de esa familia.

La revista Gente, que cubrió el caso como nadie, destinó a media redacción a obtener los secretos de un caso fascinante. Hasta descubrieron cómo había fugado Schoklender. El encargado del local no podía creerlo. Hasta que un peón le dio la solución: se agachó y se arrastró como una víbora entre los altos pastizales. «Como si se lo hubiese tragado la faz de la tierra».

La revista además publicó un comic con todos los episodios esenciales del crimen, desde la cena previa a los asesinatos a la fuga y posterior captura de los hermanos que por entonces eran llamados Caín y Abel.

Sicarios, armas y Massera

Como si cada parte suya fuera una matrioska, Sergio declaró distintas cosas. La primera vez se hizo cargo de los crímenes. Contó que el 30 de mayo salieron a cenar con sus padres a la Costanera. Pero la situación se desmadra por una discusión familiar.

«Nuestros padres andaban en algo turbio y nos presionaban todo el tiempo. Habían recibido amenazas de muerte», declararía Sergio Schoklender tiempo después.


Pero ese día, el último que serían una familia, dijo que su madre Silvia bebía y bebía. Para evitar cruzar el salón con una mujer ebria, él y sus hermanos se fueron antes. Llegaron a la casa y se fueron a dormir.

«Pablo tenía la obsesión de matar a mis padres. De pronto apareció mi madre y me puse a hablar con ella. Vino Pablo con una barra de acero y la golpeó en el cuello. Ella cae, yo busqué una camisa y la estrangulé».

Con el padre recurren al mismo procedimiento: lo golpean con la barra y lo estrangulan.

«¿Mauricio Schoklender era un ingeniero industrial o un fabricante de armas? Si esta última posición es verdadera, el círculo de asesinos en potencia se ampliaría considerablemente. Quizá sus hijos fueron víctimas de una oscura maquinación». Ese fue el análisis de The Buenos Aires Herald del 30 de julio de 1981.

El análisis fue más allá: «Por qué razón dos jóvenes de clase media con abundante dinero a su disposición y conocedores de la costumbres mundanas, cometerían con tanta torpeza un asesinato que, de ser ciertas las estremecedoras revelaciones sobre la intimidad de los Schoklender, debían ir urdiendo desde tiempo atrás, para después deshacerse de los cadáveres con cierta chapucería»

Mauricio Schoklender era gerente de la firma Pittsburg, señalada como la intermediaria de la empresa alemana Thyssem-Hanschel en la venta de un submarino nuclear y diez aviones a Augusto Pinochet. En ese entonces recrudecía el conflicto por el Beagle entre la Argentina y Chile.

Es más, Scholkender también habría sido la conexión entre Emilio Massera, con quien se habría reunido en el hotel Sheraton en 1978, y la firma alemana. Según la versión, Massera encargó a Thyssem cinco fragatas misilísticas, que resultaban más caras que las ofrecidas por los ingleses. ¿Buscaba una coima en ese sobreprecio? Lo concreto es que como el dólar se revalúa ante el franco, el dinero extra iba a ser menor. Ahí, según Sergio Schoklender, se rompe la relación de negocios entre su padre y Massera.

En su edición del 13 de julio de 1983, la revista Quórum evalúa tres hipótesis:

*Dos semanas del homicidio de Shocklender, otro gerente de su empresa, Julio José de la Hera, cayó de la terraza de su casa. ¿Accidente, suicidio o crimen?

*La autopsia de los Schoklender reveló la presencia de plancton en los pulmones. Este micoorganismo sólo entra en los pulmones cuando alguien se ahoga en el mar o en el río.

*Un periodista de Radiolandia 2000 entrevista en la cárcel a un sicario brasileño llamado Jozemar Becerra de Mendonza, que confesó haber matado a los Schoklender.

El artículo cierra con esta reflexión:

«Los hijos del matrimonio Schoklender son inocentes. Han sido amenazados de muerte y no saben cómo actuar. Los asesinos quedaron impunes».

En su libro Esta es mi verdad, que escribió Sergio en prisión, acusó del doble crimen a Aníbal Gordon, un oscuro personaje vinculado a la Triple A, que se hacía llamar Joaquín por los dos mercenarios brasileños que, según Sergio, entraron en su casa a matar a sus padres.

Justamente el sicario Jozemar Becerra declara a O’ Globo de Brasil ser el asesino. «Tengo contactos con la venta de armas y con la marina de Brasil. Me contactó el señor Joaquín».

Schoklender aportó a la Justicia el nombre del otro presunto matador: Ludovico Guedes Menezes, «otro asesino pesado». Pero esa pista se desvaneció.

Es más, no fueron pocos los que sospecharon que este testimonio fue comprado por los hermanos Schoklender.

En su libro, revela: «Vi a tres hombres sujetando a Pablo, me tropecé con un bulto que resultó ser mi madre. El tipo que hablaba castellano, y era Gordon, alias Joaquín, me dice: ‘No tenemos nada contra ustedes, sólo cumplimos órdenes. Sabías que esto tenía que ocurrir y por qué. Tu hermana está a salvo, sólo rociamos con gas para que durmiera. Lo mejor es que siempre guarden silencio’. A mi hermano Pablo se lo llevaron de rehén. Mi padre tenía enemigos poderosos, que pertenecen a la más tenebrosa organización que pueda imaginarse».

Para Sergio, el primer aviso ocurrió dos semanas antes del doble crimen, cuando hubo un incendio en el dormitorio donde dormía el matrimonio.


Los bomberos desalojaron el lugar y en el hall de entrada del edificio pudo verse a Silvia, la madre de los Schocklender, con su marido y su hijo Sergio. Ella parecía ser la más atormentada por la situación. «Fueron ellos», dijo Mauricio Schoklender a su hijo Sergio, que fue a pedir custodia a la Brigada de Robos y Hurtos de la Policia Federal. El policía supo cuál era el origen de las amenazas y se comprometió a organizar una reunión en la casa de los Schoklender el lunes 31.

«Durante mucho tiempo tuve la sospecha de que fue esa contratación la que desencadenó los asesinatos, por lo sugestivo de la fecha de las muertes, justamente el último día que estarían protegidos. Sin embargo, para los investigadores el fuego fue causado por Pablo, que a partir ese ese episodio se fue de la casa y vivía en un hotel.

La segunda vida

En marzo de 1985, a Sergio lo condenaron a prisión perpetua. Su hermano fue absuelto (Sergio se hizo cargo de los crímenes), pero en 1986 la Cámara del Crimen también le dictó la perpetua a Pablo, pero había huido a Bolivia con otra identidad. Interpol lo encontró en 1994.

Schoklender se convierte en una especie de mártir para cierto sector. Un cura ve una foto suya y se conmueve. Lo define como un buen muchacho que quiere hacer el bien, fabricar ropa para los pobres de Tucumán. «Sergio es un soñador, quiere hacer obras de bien. Pablo es bueno, pero con los pies sobre la tierra», dice el sacerdote Sergio Cordero.

«A nadie le interesa saber la verdad, con Sergio sufrimos lo peor que puede sufrir un ser humano. Por momentos les faltó proponer llevarnos a la Plaza de Mayo y sacarlos los ojos y la piel a jirones. A despedazarnos. A la opinión pública le tengo miedo».

Ese testimonio aparece en el libro Yo, Pablo Schoklender, basado en las cartas que Pablo le envió al gran periodista Emilio Petcoff, que define al caso como «un hecho que retrotrae a la más pura tragedia griega». Ese libro fue una de las inspiraciones de la película Pasajeros de una pesadilla, estrenada en 1984 y protagonizada por Federico Luppi y Alicia Bruzzo.

En prisión, Pablo la pasó peor que Sergio. Mientras uno denunciaba en un libro los maltratos y vejámenes que sufrió en pleno encierro, Sergio fue uno de los fundadores del Centro Universitario de Devoto, que fue tomado como modelo en otros penales del mundo.

Pero no era querido por algunos presos. Arquímedes Puccio, el siniestro líder del clan que secuestraba y mataba empresarios, lo recordó así ante el autor de esta nota:

–Con el sinvergüenza de Schoklender formamos el centro universitario. Pero es un traidor. Nos jugó feo porque siempre operaba por atrás. Una vez, todo el pabellón gritó: ¡Muerte a Schoklender!, ¡muerte a Schoklender!,¡muerte a Schoklender!

Otro preso que prefiere no dar no su nombre confirma los dichos de Puccio.

–Jugaba sucio, era buche de las autoridades. Hay cosas que no puedo decir, pero por su culpa se han ido muchos pibes. Hasta pensamos un plan para eliminarlo, pero hubiese sido convertirlo en mártir, y él es todo lo contrario.

En Devoto se recibió de abogado, conoció a Hebe de Bonafini y cuando salió en libertad trabajó con ella en la sede de las Madres de Plaza de Mayo. Pero los dos quedaron envueltos en una causa por desvío de fondos que el Estado destinaba a la construcción de viviendas sociales por la «Misión sueños compartidos».

Está en libertad. Su hermano Pablo también, aunque con un perfil mucho más bajo.Ninguno de los dos volvió a hablar del parricidio.

«Sergio, en la intimidad, repite que a sus padres los mandó a matar Massera por el tráfico de armas, pero no dijeron nada porque estaban amenazados», dice un amigo de Sergio a Infobae.

Sergio Schoklender no quiere opinar: «Gracias, pero de este tema no hablo», le dijo ayer a Infobae.

Hace treinta años, en una carta, contó sus sueños: «Algún día tomaré un velero y me lanzaré a buscar una soledad muy distinta a la que vivo. Trataré de tragarme todo el cielo. Todo el aire y me hartaré de mirar el horizonte. Sin una pared, sin una ventana, sin ruido sin tos, sin llantos, sin sonidos de rejas y candados».

Su presente no tiene veleros, y la cárcel nunca deja de ser una amenaza, pero no hay rejas ni candados. Es probable que hoy Sergio Schoklender brinde con amigos. El doble crimen que le adjudican tiene la misma fecha de su cumpleaños. Hoy, 30 de mayo, llegó a los 50 y al mismo tiempo se cumplen 37 años de los asesinatos.

Parece escrito: todo asesino lleva su maldición como una marca imborrable.