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martes 23 de abril del 2024

Educación y futuro: ¿Y la escuela, para qué sirve?

Los sistemas educativos se ven interpelados por demandas que exceden sus mandatos fundacionales. Muchas veces se pretende que innovaciones tecnológicas sustituyan y solapen el verdadero debate: una escuela es lo que hacen de ella sus maestros.

La preocupación por el rumbo de la educación no decae. No es un problema de un país o una comunidad, sino que es un común denominador que unifica al mundo entero; y si no se hacen los distraídos quienes tienen la responsabilidad de gobernardebería ser un tema de agenda permanente. Y principalmente en la Provincia de Santa Fe, que tiene una oportunidad histórica de reposicionar su rumbo y su destino, porque no hay buen puerto para quien no sabe a dónde ir, ni cómo llegar. Es que resulta insoslayable la función que cumple la educación en la fundación, construcción y desarrollo de cualquier organización humana.

“Educación” es un concepto polisémico, multifacético, dinámico, complejo, que lleva en sus constitutivos esenciales tensiones dialécticas que no se resuelven de modo lineal.

Hablamos de educación y podemos estar refiriéndonos tanto a los modos de comportamiento social más o menos pulidos, como a las problemáticas de los sistemas educativos. Puede que vinculemos el término con un resultado, un logro o nivel académico alcanzado, o como esas “buenas costumbres” por las cuales las personas se muestran amables, o cumplen con algunas reglas mínimas de etiqueta, como pedir permiso, dar las gracias, disculparse o simplemente saludar cuando se cruzan con otro congénere.

Pensamos en educación y entraña resultado, pero también la noción de proceso. Es un proceso social o una práctica social a través de la cual las generaciones más jóvenes son socializadas desde el nacimiento, son incorporadas a la vida de ese grupo social, para desarrollarse como propiamente humanos. En ese sentido todos ejercemos una mutua influencia que deriva como “educativa” si entraña la transmisión de un legado cultural con valores considerados como positivos para ese contexto, pero a la vez, en esa apropiación perturbamos a los otros, y generamos rupturas de sentido que abren a la posibilidad de transformación que implica prepararse para el futuro.

La etimología misma, desde el educare y el ex ducere latinos, revela esta tensión dinámica entre el sujeto y el contexto, donde se produce un movimiento en doble dirección, un intercambio entre el incorporar y el desarrollar.

Las familias, la generación adulta que recibe y se encarga de la crianza de las generaciones más jóvenes, suele hacerlo de manera informal y asistemática. Frecuentemente escuchamos que madres y padres no vienen con un manual que indique cómo serlo y cómo educar a los hijos. Esa tarea esencial, vital y única, por la cual devenimos de individuos en sujetosy nos insertamos definitivamente en el mundo humano, se aprende de y con los destinatarios de la crianza, mientras que la crianza se despliega.

Sin embargo, la gran preocupación no parece ser cómo es que las familias, y otros grupos primarios, realizan su misión. Aún cuando, quizás, sean los referentes más significativos en la crianza. Son vínculos que constituyen buena parte de la historia y la identidad, ya que se sitúan en las primeras experiencias más relevantes que una persona pueda tener en su existencia. Allí, en el seno de las familias, se aprende todo lo básico que se necesita para ser seres humanos, desde el lenguaje, que nos permite comunicarnos y pensar, hasta las creencias, costumbres, normas y valores más representativos de la cultura.

Esa educación, asistemática e informal, parece estar signada por el acontecer. No parece haber posibilidad de planificación ni diseños de currícula, sino una acción espontánea, que a veces, y a partir del error y el malestar, puede interponer momentos de reflexión y crítica.

La gran preocupación se dirige, entonces, a la educación formal y sistemática. La que planifican los Estados, a través de sus gobernantes de turno. La que está materializada en los sistemas educativos.

Las instituciones educativas, esas unidades mínimas operativas y concretas que desarrollan y ejecutan los lineamientos de las políticas educativas, son las responsables de continuar y ampliar el proceso de socialización. Las escuelas socializan a través de la enseñanza de conocimientos que han sido validados por el poder político y las comunidades científicas, y que representan el legado cultural que no se puede perder.

Durante mucho tiempo pareció que “llenar” de conocimientos a las generaciones más jóvenes era suficiente para que se lo apropiaran y pudieran avanzar. En algún punto comenzaron a producirse quiebres y rebeldías, bajo la forma del desinterés, la apatía, las dificultades para aprender, derivando en formas del fracaso escolar.

La incomodidad suele ser un estímulo para la necesidad de transformación. Así quede la mano de este malestar inocultable comenzaron intentos de innovación. Los sujetos de este siglo son diferentes de los de los siglos anteriores. Cambió la sociedad, cambió el mundo y la escuela no puede quedarse anquilosada, anclada en la nostalgia por un pasado idealizado al que no se puede volver.

La tecnología ha mostrado una faceta de esos cambios, y ha despertado la contienda entre los amantes y los detractores: los que adhieren a la novedad sin importar de qué se trata y los que la rechazan sin fundamento alguno y encubriendo un desconocimiento como motivación más genuina. Fundamentalmente, la informática e Internet han sido y continúan siendo tema de debate, como si lo que es un recurso sustituyera a la esencia del hecho educativo, que es un encuentro entre personas que se asemejan a partir de sus diferencias, que mutuamente se perturban, influencian y aprenden unos de y con otros.

Parecería que nos hemos olvidado de que el instrumento privilegiado del proceso educativo no son los recursos materiales, que se necesitan en su justa medida, sino las personas que enseñan, los docentes.

Quienes hoy se están preocupando por la educación están convencidos de que se trata de definir cuáles son los saberes necesarios para habitar el futuro, no tanto en términos de acumulación de información sino de habilidades para pensar críticamente, para convivir armónicamente y para encontrar herramientas para lograr el propio bienestar, a través del desarrollo de las habilidades sociales desde el autonocimiento, la autorregulación, la autonomía hacia la comunicación asertiva, la resiliencia, el manejo del estrés y la potencia de descubrir y construir un proyecto existencial que conduzca a la felicidad.

Educadores agotados, porque fueron formados con la expectativa de enseñar su ciencia, y se encuentran que la tarea parece ser mucho más compleja e integral: enseñar a vivir. No son sólo mediadores del conocimiento, adaptándolo desde su lugar de producción en la comunidad científica para que se vuelva enseñable, sino que son colocados, sin consulta, en modelos de actuación, que tienen que gestionar sus propias emociones, para ser asertivos, resilientes y capaces de resolver lo que el sistema no puede por sí solo.

Casi como Flavio, de Los Cadillacs, muchos reclaman duramente: “…en la escuela nos enseñan a memorizar fechas de batallas, pero qué poco nos enseñan de amor”.

No hay que confundirse y distanciarse del verdadero debate que debe darse. No se trata de cosméticas superficiales enmascaradas de innovaciones como se ha hecho hasta ahora, sino de decidirse a revisar seriamente la identidad y el sentido de la escuela y el sistema educativo, poniendo en el centro las necesidades de sus destinatarios, y asumiendo que cualquier transformación para la mejora de la calidad educativa requiere de una revalorización y rejerarquización de la docencia. Allí es donde deben dirigirse todos los esfuerzos, porque una escuela es lo que hacen de ella sus maestros.

La escuela se encuentra interpelada por demandas que exceden su mandato fundacional, y ponen en cuestionamiento su función sustantiva. Nos preguntamos: ¿Para qué sirve una escuela que no enseña a vivir? Sin dudarlo: una escuela que no enseñe a vivirsirve para muy poco. O para nada.