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viernes 29 de marzo del 2024

Cartas de Robledo Puch desde el infierno: su intimidad, su fanatismo por Perón, sus odios y pesadillas

Rodolfo Palacios para Infobae

Durante el año que lo visité en Sierra Chica -un vínculo intenso que quedó plasmado en las 45 cartas que me mandó- llegué a una conclusión: el Robledo Puch que conocí, el que se mostró ante mí, no se parecía en nada al que aparecía en la tapa de los diarios y revistas en la década del 70, exhibido como si fuera un monstruo inhumano.

Descubrí que en su adolescencia fue maltratado por sus amigos (le decían «afeminado»), lo he visto recordar a sus padres y llorar de emoción, escribirle las cartas a un preso analfabeto, angustiarse por un sueño recurrente que lo atormentaba (cuando le avisan que está en libertad y puede irse, llega el fin del mundo), denunciar con nombre y apellido a los violadores del penal que tienen privilegios, y revelar que durante la última dictadura militar «suicidaron» en la cárcel de Sierra Chica a decenas de presos.

En ningún momento intentó hacerme daño. Más allá de que el Servicio Penitenciario Bonaerense (en dos instancias y después de que los psiquiatras del penal dieran el visto bueno) y la Justicia de San Isidro autorizaron mis charlas con el llamado Ángel Negro –que en 1972 mató a once personas por la espalda o mientras dormía– con la única condición de que no se hacían responsables si me pasaba algo, jamás sentí que fuera a lastimarme.

Robledo Puch y el periodista Rodolfo Palacios, quien lo visitó durante un año en prisión

Carlos Eduardo Robledo Puch confió en mí del mismo modo en que confié en él al punto de darle -en 2008- la dirección de mi departamento de San Telmo para que me mandara cartas, lo que por entonces me trajo problemas con mi novia (por las noches soñaba que el asesino la atacaba), con mis vecinos y hasta con el cartero, indignado por el pasado de la persona con la que mantenía correspondencia. Para ellos, durante varios meses fui el misterioso hombre del tercero «D» que recibía cartas de uno de los asesinos más famosos de la historia policial argentina.

Pensaron que era un sobrino suyo o un ex convicto. Justo por esos días aparecieron pintadas en las paredes del hall del edificio varias cruces esvásticas. Supuse que iban a sospechar de mí y de mi «amigo» Robledo Puch (así me decía él), que una vez llegó a hablar bien de Adolf Hitler. El culpable de las pintadas nunca apareció.

Afortunadamente, mis vecinos nunca se enteraron de la charla que tuve con Robledo durante una de mis visitas:

—¿Cuándo salgas en libertad qué vas a hacer?—le pregunté entre mate y mate. A esa altura ya lo tuteaba.

—No sé, Rodolfito —él ya me decía Rodolfito—. Muchas cosas: andar en bicicleta, ir a pescar, escribir mis memorias, filmar películas de acción —me contestó.

—Deberías planificar cómo querés que sea tu vida fuera de la cárcel.

—¿Para qué, Rodolfito? Al paso que vamos, al mundo no le quedan más de veinte años. ¿Qué digo veinte años? Al mundo no le quedan más de diez años. Qué digo diez años, no le quedan más que cinco. Bueno, en realidad creo que no le queda un carajo. Tenemos los días contados. Esa es mi profecía. Caballo, un compañero de pabellón, piensa lo mismo. Dice que vendrá una era de canibalismo. Que la revolución empezará en las cárceles.

—¿Dónde vas a vivir?

—¡En tu casa! ¿Dónde querés que viva? Me tirás un colchoncito en el living y a otra cosa. No ronco y no te voy a romper las pelotas.

Una d elas 45 cartas que Robledo Puch le envió a Rodolfo Palacios

Hace poco más de diez años logré que Robledo Puch me recibiera. Llevaba varios meses sin recibir a nadie: sus padres habían muertos y no daba más entrevistas.

El camino para llegar a él fue directo. Me inspiré en el método de la revista Gente, que solía mandar cartas a los protagonistas de las historias policiales. En la primera carta que le mandé a Robledo también usé una frase que Truman Capote le dice a Perry Smith, uno de sus asesinos de A sangre fría: «No voy a juzgarte, sólo quiero contar tu historia».

Además le proponía hacerle una nota para el diario Crítica de la Argentina, donde yo escribía en la sección policiales. Me llevé una sorpresa cuando respondió dos semanas después con una carta en la que, además de citar a Perón («Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada»), aceptaba la entrevista porque admiraba al periodista Jorge Lanata, el fundador y director del medio.

«Mi abuelo materno, Federico, cuyas cenizas descansan en un cofre de bronce, leía el viejo Crítica. Entiendo que esta remake del diario necesita una nota impactante para darse a conocer, aunque me pregunto si usted tiene ese espíritu de suicida que se necesita para llevar adelante esto que yo llamo mi epopeya por recuperar la libertad», me escribió Robledo.

El primero de los dibujos: un pajarito Tweety

En la carta le prometí que tendría la oportunidad de expresarse libremente. Volví a decírselo cuando me llamó por teléfono desde uno de los pasillos de la cárcel de Sierra Chica. Su voz se escuchaba acelerada: «No sé cómo me imaginarás, pero no soy el personaje monstruoso que inventó la historia para referirse a mí».

La publicación en el diario de dos cartas escritas por él de puño y letra —en las que se declaró inocente y juró que nunca había disparado un arma— lo dejó conforme porque hasta ese momento ningún medio le había permitido ejercer su descargo sin interrupciones.

Carta en la que se explayó sobre Arquímedes Puccio, el asesino Charles Manson y la profanación del cuerpo de Juan Domingo Perón

Después de ese reportaje, mientras me acompañaba a una de las salidas, Robledo me preguntó si algo de lo que había dicho podía ofender a los familiares de las víctimas.

«Yo no las maté, pero entiendo que esa gente sigue sufriendo. No quiero que se sientan mal», me dijo preocupado.

La entrevista que salió en el diario (en la que se dejó fotografiar por el reportero gráfico Diego Sandstede después de quince años de negarse a ser retratado) le gustó a medias: se quejó porque en el reportaje lo describí torpe y apegado a su mascota (una vieja gata), como si fuese La Raulito, una huérfana hincha de Boca que se crió en un reformatorio, vivió en manicomios y murió en un asilo de ancianos.

Robledo Puch con su mascota en Sierra Chica

«No quiero dar lástima o parecer un idiota. Además me rompe las pelotas que me hagas lo que hacen todos: compararme con la basura del Petiso Orejudo, el matador de niños. A veces pienso que tu nota me hizo quedar como un semianalfabeto, un retardado, un débil mental, un verdadero opa. No sé si no es mejor quedar como un asesino hijo de mil puta», me dijo.

Robledo debe haber escrito cientos de cartas. Le envío cartas a Leopoldo Fortunato Galtieri para combatir en Malvinas, a Raúl Alfonsín y Carlos Menem para pedir que revisen su caso, a sus admiradoras (algunas de ellas quedaron fascinadas con su belleza y le proponían visitarlo), a los jueces de su caso y hasta a la gobernadora bonaerense María Eugenia Vidal.

Una vez me escribió: «Soy un adulto idealista, peronista de Perón, por herencia. De pibito escuché la marcha peronista desde la cuna. Para la hazaña que me propongo, necesito tener todos los libros escritos por Perón porque los voy a utilizar para volver a estudiar el ideario peronista. Los grabaré en casetes, ya que se aprende mejor y todo queda más grabado cuando nos escuchamos a nosotros mismos. En 1974 tuve en mis manos (prestadas, para que las leyese) las publicaciones de los libros de Perón, editados por la imprenta de la Presidencia de La Nación, que eran libros de cuadernillos cosidos y de encuadernación prolija, con papel brilloso y letras grandes y claras, de tapa y contratapa plastificadas, en azul y blanco. Recuerdo que en cada tapa tenían el escudo nacional estampado sobre relieve, como si fuera un sello personal. Eran libros hermosos. Lástima que los tuve que devolver».

Memorias del subsuelo

Durante casi un año Robledo me envió cuarenta y cinco cartas (una la firmó como Jesucristo, en otra entrevistó a un asesino que vive en su pabellón) y lo visité ocho veces.

También le escribió a Lanata: le mandó columnas de opinión política (con el título «La sexta columna») para publicar en el diario con el seudónimo Teodomiro.

«Si Perón escribió varios artículos con el seudónimo de Descartes, yo lo haré con el de Teodomiro, un nombre de origen germano que significa ‘célebre en su pueblo'», propuso.

Hacía dibujos de River Plate, cuadro con el que simpatiza

En sus notas, Robledo (o Teodomiro) vaticinó que se acercaba el fin del mundo y que los hombres se comerían unos a otros. Lanata me pidió que le dijera a Robledo que no le escribiera más porque lo estaba volviendo loco y lo había llenado de cartas. El asesino enfureció. Dejó de escribirle y de admirarlo.

En uno de sus escritos me contó hasta una pesadilla que tuvo: un guardia le decía «Carlitos, sos libre»: «Salía con un bolsito, pero después de caminar al costado de la ruta durante cinco horas, de repente vi sobre el cielo y el horizonte resplandores fulgurantes anaranjados, rosados y rojizos. Parecían destellos intermitentes. ¿Sabés lo que era? Se había desatado una guerra nuclear total que iba a significar el fin de todos nosotros. Todavía no había llegado hasta dónde yo estaba, pero se alcanzaba a divisar en el horizonte, de cara al cielo».

En otra de las cartas, fechada el 8 de julio de 2008 en Sierra Chica, Olavarría, Robledo me escribió:

«(…) la sociedad no me tiene en cuenta para nada. Ninguno de todos cuantos me conocen (lo más extraordinario es que te hablo de presos y de personal penitenciario) me ven como a un asesino. Es que también, muchos, de los más viejos, saben bastante de la fábula que tejieron conmigo. Y este es otro mundo. Acá se tiene mucha experiencia y conocimiento de las personas y de causas. Ayer gané seis (6) partidas de ajedrez al hilo. Hoy jugué solo dos. La primera, que la tenía ganada, la perdí a lo último, por «cancherear» (encerré a mi rey). La segunda la gané. Mañana, seguimos jugando y el sábado no voy a tener tiempo porque tengo que hacer el matambre y dedicarme a releer el fallo que me mantiene preso para siempre».

Tanto en las charlas como en su cartas, Robledo podía mezclar varios temas. Desde la Segunda Guerra Mundial hasta una partido de River o una anécdota de su vida.

Muchas de sus cartas las firmaba «Suyo» o «Adiós, querido amigo Rodolfito». En una de las cartas escribió una entrevista a un preso amigo apodado «Caballo», pero pretendía que la publicara con mi firma. «Si podés regalame un reloj así llevo un recuedo tuyo a diario», me escribió un día.

En la próxima visita le llevé el reloj.

—Es muy lindo —me dijo cuando se lo di en la mano. Pero su cara parecía decir otra cosa.

Me quedó claro cuando recibí esta carta suya fechada el 9 de septiembre de 2009:

«Sigo con el resfrío de sol y —encima— hoy me levanté para la remisma mierda. Estoy a las puteadas y ahora te voy a recontracagar a pedos (porque te lo merecés). Me preguntaste si el reloj me gustaba. ¿Qué querías que te dijera en ese momento?, ¿que te puteara? ¡No!, no podía hacerlo. Encima que habías venido. Ya ese día vino para mal parido porque el guardia me vino a despertar temprano. Pero vayamos al reloj: yo me recontra cago en la tecnología digital. Y si es japonesa, tanto peor. Un reloj tiene que ser de agujas. Si no, no es un reloj. Mis relojes eran un Rolex Daytona esfera negra. Y un Omega Speedmaster. Ambos relojes se los quedó la comisaría 1a de Tigre. ¿Por qué la Policía cuando detiene a alguien se queda con las pertenencias? ¿Por qué me robaron los relojes? Me pregunto por qué.

«Odio los relojes digitales. Los odio de verdad. El reloj de cuatro pesos que me había regalado Caballo, un compañero de pabellón al que ya vas a conocer, era una cagada recontra trucha con tres esferitas interiores a la esfera grande que estaban de adorno. Solamente tenía una aguja horaria, minutera y segundera y las dos primeras eran fosforescentes (como tenían mis dos relojes). Es lo mínimo que se le puede pedir a un reloj. El reloj de mierda que me había regalado Caballo tenía una esfera blanca de 3,5 centímetros. No tenía ningún problema en leer la hora con ese reloj. Lástima que me lo dejé olvidado en el taller y me lo afanaron. Pero este reloj Casio lo compraste al pedo: tiene una esfera de fondo gris. La esfera, propiamente dicha, es de 27 milímetros; pero tenés que restarle 4 porque tiene un anillo exterior negro al pedo donde dice 10 year battery, adjust, mode, alarm crono, start, light. Luego tiene un cuadrante de 17 milímetros dentro de la esfera de 2 centímetros. Los números digitales tienen 7 milímetros de altura, sobre un fondo gris metalizado. De pedo si veo la hora estando a la intemperie, a la luz del sol. Dentro de la celda solamente puedo leer la hora con los anteojos que estoy usando ahora para escribirte. Y con la luz artificial encendida aún se ve menos porque los números negros están sobre un fondo gris metalizado que brilla y no se ve un carajo.

«Ahora me preguntarás para qué quiero ver la hora si estoy en cana y no puedo salir a ningún lado. Acá adentro te sacan hasta el derecho de ser impuntual, de llegar tarde a cualquier lado. Quiero saber la hora porque me gusta. ¿Está mal eso? Volviendo al tema del reloj que me trajiste. ¿Por qué ocurrió esto? ¿Y con qué necesidad? Ocurrió porque no hiciste lo que te pedí. Lo que te pedí. Es un reloj muy bueno, muy bonito, pero para nada funcional. Seguramente me va a servir de poco. Ahora, lamento no haberte pedido un Citizen Titanio. Por eso yo te preguntaba en visita que me dijeses cuánto te había costado. Porque este reloj no lo voy a cambiar ni lo voy a vender. Lo voy a conservar porque es un regalo tuyo. Pero estoy envenenado por esto. No puede ser que yo tenga tanta mala suerte. Los relojes digitales son una cagada. Debí habértelo dicho en su momento. Tengo una bronca bárbara. Yo te había encargado un Titanium, aunque trucho, ya que sos un laburante y un amigo. Y el número atómico del titanio es el 22 y se trata de un metal gris y pesado como el hierro. Y vos viniste a visitarme un día 22 y además ese día te hablé de la detonación de una bomba atómica en las Islas Marshall que los Estados Unidos consideraron un éxito. Nada es casual. Todo es causal».

Una semana después, Robledo se disculpó en otra carta: «Ya se me pasó la bronca por el reloj ya que a la luz del día, a la intemperie, puedo leer la hora sin ningún problema. Te pido disculpas por el reto del otro día. Es un hermoso reloj. Y si la pila no se agota para antes de cumplir los diez años, ¡espero estar vivo para cambiarle la pila! (eso, si para ese entonces todavía existe la humanidad). Cuidate mucho, este año Buenos Aires se va a convertir en un infierno. Que Dios te ampare, querido amigo Rodolfito. ¡Chau! Carlos».

“Soy un gran copista”, decía Robledo Puch

Aún guardo todas sus cartas y los dibujos que me regaló con los lápices de colores que le llevé un día.

«Soy un gran copista», me dijo. Su obra no tenía oscuridad. Hasta podría haber sido dirigida a un público infantil. Había pintado al canario Twetty con la frase «Mi suerte es tener tu amistad», a un niño rubio y de ojos celestes con galera y la camiseta de River, y a una gallina con los colores de ese club con un chanchito de Boca a upa y una copa llena de huevos. La inscripción decía: «A este chancho le falta lo que a esta gallina le sobra». También dibujó a la Pantera Rosa.

Me dedicó todos los dibujos y los firmó. Cuando le pregunté por qué no dibujaba paisajes o figuras humanas, me respondió: «¿Vos te crees que soy Rembrandt?».

Esa fue una de las últimas cartas que me mandó. Porque de un día para el otro, Robledo dejó de recibirme. Le envíe una carta y me llegó rechazada.

Pasaron diez años. Hoy su nombre resuena en el pantanoso plano mediático por el éxito de la película El Ángel. Me intriga sabe qué dirá el día que la vea, si es que decide hacerlo.